México está bajo presión para firmar un convenio internacional que debe restringir el derecho del campesino y de los indígenas a guardar, intercambiar o vender semillas nativas o criollas. Incluso sus casas y campos pueden ser revisados, sus cultivos y cosechas pueden ser destruidos, sin orden judicial, con el acompañamiento de fuerzas militares. El objetivo es garantizar el derecho de propiedad de las semillas, patentadas y privatizadas generalmente por grandes empresas, como Bayer-Monsanto.

La presión viene del Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (CPTPP), firmado en 2018, y del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC), firmado en 2019, que obligan a México a adherirse, en máximo 4 años, al acta de 1991 de la Unión Internacional para la Protección de Obtenciones Vegetales (UPOV). En las comisiones del Congreso de la Nación un proyecto de reforma a la Ley Federal de Variedades Genéticas se tramita de manera a incorporar el contenido de la normativa internacional a las leyes nacionales.

“Eso seria anteponer los intereses mercantiles sobre los derechos humanos. Así como el interés privado por encima del público. Todo ello bajo el argumento de que los derechos de Obtentor impulsan la innovación, la inversión, la generación y transferencia tecnológica”, sostuvo Alejandro Espinosa Calderón, del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt).

El impacto que podría causar dicha aprobación abarca la mayoría de las unidades de producción en México. La Encuesta Nacional Agropecuaria, de 2017, revela que las unidades de producción en México, que se estima utilizan semillas criollas, es del 77.5%.

Reglas más rígidas

La UPOV es una organización creada en 1961 y constituye un medio legal mundial para establecer figuras de apropiación de la propiedad intelectual sobre las variedades vegetales a través de patentes. A lo largo de estas décadas la organización ha creado normas para regir la propiedad intelectual sobre la biodiversidad y las semillas que se constituyen en un documento que le llaman acta.

El acta de la UPOV ha sido revisada y actualizada en los años 1972, 1978, 1991 con una tendencia marcadamente privatizadora de la biodiversidad y de las semillas. Hoy están vigentes dos versiones, el acta de 1978 y el acta de 1991. La mayoría de los países de América Latina han suscrito el UPOV 1978, pero en los últimos años los países que han suscrito tratados de libre comercio con Estados Unidos han sido obligados a suscribir el acta de 1991.

De acuerdo con Germán Alonso Vélez Ortiz, del Grupo Semilla, una organización de Colombia que lucha contra la incorporación del acta UPOV 1991 en la legislación de su país, dicha acta es mucho más restrictiva que el documento de 1978.

“Posibilita apropiarse de todas las variedades campesinas e indígenas que hoy existen, pues todas ellas pueden ser ‘descubiertas’ por un Obtentor no campesino o su empleador, luego de tomarlas de los campos de agricultores, las reproduzcan, realicen algún nivel de selección, las homogenice (“poner a punto”) y luego las privaticen”, explica Ortiz.

La UPOV 1978 reconoce el derecho de los agricultores a reproducir, vender o guardar semillas protegidas, con la autorización y mediante un pago al ‘Obtentor’ de la propiedad intelectual; mientras la UPOV 1991 no reconoce y restringe totalmente el derecho del agricultor a guardar intercambiar y vender las semillas privatizadas, incluso la cosecha y sus productos pueden ser propiedad del ‘Obtentor’ de la variedad.

Además, la versión más reciente del acta permite extender la propiedad privada sobre otra variedad que es “similarmente confundible” a aquella que se privatizó.

Transgénicos en México

En 1996, México promulgó la Ley Federal de Variedades Vegetales. Un año después se adhirió al acta UPOV 1978 como parte de los compromisos adquiridos por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

Mientras en otros países de América Latina la siembra de transgénicos se inició en 1990, en México la autorización de la siembra experimental de maíz transgénico ocurrió en 2009.

En 2012, empieza la siembra comercial de la soya transgénica que, si bien se detuvo por la defensa de los apicultores mexicanos y productores de Yucatán, “lo daños y secuelas de aquella autorización aún continúan”, sostiene Calderón.

Diversos estudios han reportado la contaminación transgénica de poblaciones nativas de maíz y algodón, “un gran riesgo para las variedades de esta especie ya que México es centro de origen y domesticación y diversificación”, evalúa Calderón.

En 2005, se publicó la Ley de Bioseguridad de los Organismos Genéticamente Modificados. Con ella, de 2005 a 2018, se otorgaron, de acuerdo con el representante de Conacyt, permisos para la liberación al ambiente del algodón y maíz transgénico a unas pocas empresas. “Estas empresas también patentan estos transgénicos en otros países precisamente derivado de la pertenencia al acta UPOV 1991”.

Presión de los Estados Unidos

Los pactos, los convenios y los tratados de libre comercio han sido, según Ortiz, cruciales para la privatización de las semillas. “Han sido el instrumento para despojar los bienes comunes y han limitado la posibilidad de que las comunidades puedan guardar, sembrar, compartir y reproducir su propia semilla”.

Además del Convenio UPOV, están el Convenio de Diversidad Biológica, el Protocolo de Nagoya, el Tratado Internacional de los Recursos Fitogenéticos. “En su conjunto son un sistema de leyes y normas vinculadas con la propiedad intelectual sobre biodiversidad y semillas, con patentes o derechos de ‘Obtentor’, y también con un sistema de restricciones y vigilancia que va del registro a la certificación de semillas y que construye una serie de cercos, a los que hoy se suma la digitalización, para ir impidiendo que la gente pueda relacionarse libremente con sus semillas”, explica el miembro del Grupo Semilla.

Los Estados Unidos han incluido en todos los acuerdos de libre comercio la obligación de que los países suscriban el Convenio UPOV 91. La Unión Europea y Japón hacen lo mismo, explica Ortíz.

“Para Estados Unidos los tratados de libre comercio deben aplicar patentes a todos los ámbitos del comercio (sin excepciones, ni exclusiones), especialmente sobre materia viva y conocimiento asociado. Los países que suscriben tratados comerciales adquieren la obligación de realizar ‘esfuerzos razonables para otorgar patentes a plantas’”.

Colombia: un espejo

Una vez que Colombia firmó el tratado de libre comercio con Estados Unidos, se adhirió al Convenio UPOV 1991, y se crea una ley para reglamentar su contenido en las leyes nacionales.

Después de manifestaciones en todo país, la Corte Constitucional declaró que la ley era inexequible, es decir imposible de llevar a efecto, por no haber sido consultada previamente a las comunidades indígenas y afrocolombianas.

Sin embargo, ha habido presiones directas del gobierno de los Estados Unidos para que la ley sea aprobada. La Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos, en un reporte especial, afirma: “Colombia aún necesita hacer avances adicionales en compromisos relacionados con la propiedad intelectual, en virtud del Acuerdo de Promoción Comercial entre Estados Unidos y Colombia, en particular las disposiciones con respecto a la responsabilidad de los derechos de autor y adhesión al Acta de 1991 de la UPOV 91”.

Por otro lado, Colombia posee la Ley de Certificación de Semillas, la cual protege los derechos ‘detentores’ y se complementa con las legislaciones que controlan la comercialización de las semillas. “Solo se puede comercializar semillas certificadas y registradas. Los agricultores no pueden vender sus semillas criollas en los mercados locales por no ser semillas certificadas”, explica Ortiz.

Con leyes de este tipo, “los gobiernos establecen estándares de calidad y sanidad definidos por las empresas de semillas y les permite controlar el mercado de semillas; determina quiénes y bajo que requisitos pueden mejorar y conservar, producir, usar, intercambiar y comercializar semillas; se prohíbe y convierte en delito la reproducción, intercambio y comercialización de semillas; se imponen multas por la comercialización de semillas ‘no legales’”.

Guardianes de la diversidad

Las semillas nativas y criollas son bienes comunes de los pueblos y comunidades. “Desde épocas ancestrales han sido compartidas en las comunidades, han circulado libremente, sin restricciones, sin controles externos, para producción, uso y difusión. Han sido recibidas por nuestros antepasados para ser entregadas a nuestros hijos como garantía para su soberanía alimentaria”, apunta Ortiz.

El modelo de desarrollo que existe en el mundo ha hecho que gran parte de la agrobiodiversidad, más de 75%, haya desaparecido en el ciclo pasado, de acuerdo con datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).

Los campesinos conservan más de 7 mil cultivos, mientras la agroindustria se enfoca en 150 especies. Solo cinco cultivos de la revolución verde y biotecnológica sustentan su producción y la alimentación global.

“La diversidad genética y el conocimiento milenario de los pueblos originarios y comunidades indígenas se utiliza como lucro por entidades privadas alrededor del mundo para desarrollar otras variedades en un proceso que se distingue por la uniformidad. Eso conduce a mecanismos de apropiación de variedades que deben ser de dominio público y favorecen la propiedad intelectual, el provecho económico de unos pocos. El avance de grandes capitales y corporaciones llevan al surgimiento de organizaciones como la UPOV”, resume Calderón.

Por Sare Frabes
Publicado originalmente en: Avispa Midia