Por Alejandro Valenzuela/VÍCAM SWITCH

Frente a la soledad de los ranchos y caseríos del río yaqui, Vícam era una bulliciosa metrópoli. Los domingos eran bullangueros porque la música que salía de las rockolas de las cantinas competía con la programación de las bocinas de la tienda del Compadre.

La gente llegaba temprano y la primera parada era para desayunar en la caseta de Rafa el Carnitas, que estaba en la pura esquina, junto al restaurante Carta Blanca, de doña Chayo y Bardomiano Galindo, y de las que se decía que eran las carnitas más sabrosas del mundo.

El tránsito a pie, en carretas, a caballo y en carro era intenso. Las mujeres y los niños recorrían las calles buscando cosas que allá no había. Las panaderías del Chino Loco y de Teodoro Montiel trabajaban horas extras para cubrir la demanda del sabroso encargo porque, al regresar, lo primero que pedían los que no habían ido, eran las conchas, cortadillos, arepas, semitas, torcidos y todos los productos de esos olorosos hornos de leña.

Eran también horas de regocijo para las grandes tiendas de la calle principal, que en esos tiempos era muy ancha. Parados en la banqueta, don Tomás Jara (de la Tomahawk), Carlos Salomón, don Isidro, doña Reyna y el Jarocho invitaban a la gente a entrar. Además de la despensa, las mujeres buscaban telas, sandalias, guaraches de tres puntadas, sombreros, algunas joyas no muy caras conocidas entre los yaquis como guagüias y los famosos rebozos Santa María.

Mientras ellas hacían sus compras, los hombres, sobre todo los vaqueros con aspecto de recién llegados de caminos terregosos, se metían a las cantinas buscando un poco de diversión. Allí eran recibidos con los brazos abiertos por los dueños de esos establecimientos, que entonces abundaban, pero sobre todo por los cantineros que hacían su agosto devolviendo, de los 20 pesos recibidos, feria de 8 pesos en vez de 18 con el viejo truco de contar “dice uno”, dice dos” hasta “dice ocho”, aprovechando que los borrachos ya no carburaban.

Algunas familias recorrían el pueblo, empezando con una visita a la iglesia, donde oficiaba Felipe Rojo, un joven sacerdote originario de Pótam, que aprovechaba la misa para sermonear a algunos baquetones que sólo se paraban en el templo cuando los llevaba algún interés, que siempre era la muchacha con quién querían quedar bien. Se le quedaba viendo fijamente al interfecto y decía: “Estoy viendo desde aquí a una ovejita descarriada que no había visto antes, pero que seguramente algún interés la trajo para acá”. El aludido se hundía en la banca tratando de pasar desapercibido, pero donde Felipe ponía el ojo, había pecado.

En esas visitas, la gente aprovechaba también para ver a familiares y amigos. En ese tiempo, las calles no llevaban los nombres que después les puso el municipio, y la gente las conocía por el personaje que allí viviera. Como Vícam es un pueblo repleto de personajes, muchas veces la misma calle era conocida por más de un nombre. A Ramón le gustaba dar vuelta en la carretera, rumbo al norte, y entrar al pueblo a veces por la Calle de los Apaches (donde también vivía José Gómez y el Coco de Agua) o por la del Chepa, que vivía enfrente de don Crisóforo Pándura. Frente al enorme llano que empezaba donde ahora está el casino y terminaba en Recursos Hidráulicos (allí está ahora la secundaria y la plaza), dábamos vuelta por la calle de la Buitimea para ir a visitar a mi tía María, la mamá del Capulita Hachas y Machetes, que después de ver una película de vaqueros en el Cine López, cambió de Buitimea a Almada en honor a los famosos actores oriundos de Álamos.

Concluida esa visita, regresábamos por la calle de Alvarito, cruzábamos el llano y dábamos vuelta en la calle de Israel Barra, donde también vivían Diego Acosta, el Guely y la Chepa Villa. A veces dábamos vuelta en la calle del Indio Osuna para ir a la refresquería del Man Pándura para comprarnos una soda. Después, solo por pasear, pasábamos por la peluquería del Garzopeta, saludábamos a don Mario Castro, le dábamos la vuelta a la vieja comisaría y saludábamos al Mingo Soria, a Reyes Oney Trejo Canchey y a Nestor Cuén porque el objetivo era la peluquería de Lucio Calvario, un hombre con un extraordinario parecido a Ludwing van Beethoven, a donde nos llevaban para hacernos el corte de pelo. El peluquero le hacía gran honor a su apellido porque esos minutos en que nos trasquilaba con una máquina mecánica eran un verdadero calvario.

Al oscurecer, regresábamos al rancho. Nosotros, los chamacos, nos íbamos saboreando con ese momento en el que la Gloria pondría sobre la mesa la gran bolsa de pan dulce y la desgarraría para que cada quien escogiera el pan que más le gustaba; Ramón, que se había echado unos cuantos tragos de tequila, iba cantando unas canciones tan viejas que yo pensaba que él las había inventado. Voy por la vereda tropical / la noche plena de quietud / con su perfume de humedad… Cuando pasábamos a un lado de la casa de Lucas Taajincola, la voz armoniosa de Ramón se confundía con el canto de los grillos y el croar de las ranas. Luego escuchábamos el regocijo que mostraban con sus ladridos el Hindo y el Galán.

Continuará…

Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921