Por Alejandro Valenzuela/Vícam Switch
Don Alberto Delgado tenía una tienda donde se vendía de todo, incluyendo destilado de petróleo para atizar la lumbre y encender las lámparas, muy demandado en aquellos años en que no todo mundo tenía luz eléctrica. Don Alberto tenía una pierna en mal estado, por lo que se desplazaba penosamente por entre las cosas que tenía a la venta.
Todas las tardes se sentaba a la sombra del guamúchil a hojear el Diario del Yaqui y muchas veces los niños del barrio se sentaban a su alrededor porque les leía en voz alta historias verosímiles que inventaba de acuerdo con la imagen de las fotografías.
Recién realizado el primer viaje a la luna, una de esas tardes abrió el periódico, les enseñó la foto de un cohete volando en el espacio abierto, y empezó su lectura de fantasía: “Un cuete rusiano llegó a la luna. Los astronautas caminaron un rato saludando a los lunáticos y por la noche los valientes viajeros del espacio regresaron a la tierra trayendo con ellos unas piedras luminarias capaces de alumbrar una habitación”.
Después de ese descanso, don Alberto se dirigía a la refresquería del Man Pándura, a donde muchos iban a platicar. Por entonces, las únicas pantallas más o menos disponibles eran la del cine López, que tenía un módico costo, y la televisión, que tenía una programación exigua y una resolución de imagen muy mala, además de que eran pocas las familias que tenían una.
La refresquería del Man estaba ubicada en la antigua calle de las Naciones Unidas, llamada así porque en ella estaban las casas de las familias extranjeras o con ascendencia extranjera que vivían en Vícam, como los Salomón (originarios de Palestina), los Riestra (llegados de España), John Dedrick (de los Estados Unidos), Pepe Pitavino (que llegó de Italia), los Ochi (cuyos antepasados llegaron de China), los Coffey y la Gringa del Gliserio (familias que no vivían en esa calle, pero que eran parte de esa pequeña comunidad).
Entre los que se juntaban allí estaban los profesores Manuel Rosel, Reyes Oney Trejo Canchey y Humberto Arcila, entre muchos otros. Por ese entonces, la Secretaría de Educación enviaba a muchos jóvenes egresados de la Escuela Normal a Vícam, que era el fin del mundo para alguien llegado de Yucatán. Estos sacrificados apóstoles de la educación llegaron con la intención de irse en cuanto cumplieran con ese noviciado, pero les sucedió lo que les sucede a todos los profesionistas que llegan a Vícam, que hacen su vida aquí. Llegaron armados sólo de unos cuantos libros y de una convicción inquebrantable; a la ética le decían decencia y a la tolerancia le llamaban respecto, aunque debatían con pasión todos los temas que entonces definían al mundo.
Pepe Pitavino era un hombre de mediana estatura, delgado, con una barba blanca y abundante, usaba una boina beige, pantalones bombachos sostenidos con tirantes y siempre traía en la boca una pipa de marinero. Procedente de Italia, llegó a Tórim durante la Segunda Guerra Mundial. En Vícam, donde se estableció después, tenía fama de que siempre andaba buscando tesoros porque en Tórim en encontró uno. En Tórim todos encuentran tesoros. El profesor Urbalejo encontró en su patio un costal de billetes Panchos Villa de valor casi nulo. También, en una carrera, uno de los caballos metió la pata en un hoyo y aventó unos cuantos centenarios; la gente, olvidándose de la carrera, se abalanzó para agarrar por lo menos uno. Mi tío Cápula llegó a la casa con tres.
Pitavino estaba matando el aburrimiento mirando la calle con la cara entre las manos y los codos en el mostrador, cuando lo sorprendió una lumbre azulada que salió de la tierra, junto al mezquite de enfrente. Corrió hasta el lugar y lo señaló con una cruz. Esa noche encontró unas barras de oro que a la larga le dieron más dolor que satisfacción. Para cuando se estableció en Vícam, el oro era solamente una leyenda y el italiano se dedicaba a criar gallinas y a recoger leña en el monte.
El Man Pándura era comunista de la línea pro soviética, leía con pasión los materiales que difundía la Editorial Progreso de Moscú y, parado en medio de la concurrencia, fumándose un cigarro Rialto y secándose una mano en el delantal blanco que usaba para atender a la clientela, disertaba sobre los temas de su preferencia. Cuando hablaba, gustaba de poner énfasis en sus palabras extendiendo la mano y apuntando el suelo con el dedo índice, al tiempo que lo subía y lo bajaba al ritmo de su discurso, en una evidente imitación de las poses que adoptaba su admirado Comandante Fidel Castro.
De vez en cuando llegaba allí John Dedrick, que era un médico enviado a las comunidades yaquis por el Instituto Lingüístico de Verano y que se pasaba los días recorriendo los pueblos tratando de inculcar hábitos higiénicos para evitar enfermedades que, según él, provenían de la arraigada costumbre de tomar agua directamente del canal.
Los más radicales decían que Dedrick era espía del imperialismo y que venía a culturizar a los yaquis. La verdad, era sólo un médico abnegado que luchaba sin cuartel contra enfermedades que trajeron los conquistadores. Los que lo defendían tenían un argumento muy poderoso: que en Vícam no había nada que espiar.
CONTINUARÁ…
Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921