Por Alejandro Valenzuela/Vícam Switch
Durante muchos años funcionó el cine López, que no tenía techo. Si la película le aburría, uno podía ver la luna y las estrellas. En ese cine se proyectaban de jueves a domingo lo que el Palillo Acosta anunciaba como “un gran programa doble nacional y extranjero”.
Siendo acaso la única diversión a la mano, se hacía hasta lo imposible para juntar el dinero de la entrada y, de ser posible, para sodas y golosinas que allí se vendían. Cuando llegaba el jueves, grupos de jóvenes se dirigían hacia el cine haciendo que la diversión empezara desde que se reunían, ya sea en la plaza o en alguna casa.
El componente extranjero del programa era una película hablada en inglés que servía para que la gente amenizara un relajo que terminaba abruptamente en el instante en que empezaba la película nacional. Mientras la gente se dedicaba a lanzarse toda clase de objetos, a entablar pleitos a mano limpia por cualquier diferencia, a platicar y reír a carcajadas, en la pantalla del Cine López se desarrollaron las más grandes historias de amor, las aventuras más estremecedoras, las conspiraciones más intrincadas y los dramas que habrían arrancado lágrimas si los hubieran visto. Todas las superproducciones mundiales desfilaron por esa pantalla ante la absoluta indiferencia de la gente.
De pronto se detenía el relajo; hasta los enamorados ponían en suspenso la pasión para no perderse ni un instante de esa historia llevada a la pantalla por los Estudios Churubusco-Azteca y protagonizada por los actores y las actrices de la peor época del cine nacional…
Las bancas eran de madera y había dos secciones: la galería (una especia de gradas en la parte trasera) y la luneta, que era el área principal. Si el dinero juntado no era suficiente, se compraban boletos para la galería y en cuanto se relajaba la severidad de la vigilancia, se brincaban a la luneta, donde el relajo era muy entretenido.
Un día, la gente amaneció con la noticia de que el cine había sido cerrado por salubridad bajo el argumento incomprensible de que había pulgas. Si acaso había pulgas, cosa que no sabemos, es seguro que a nadie habría molestado la existencia de esos minúsculos animalitos.
Fue un golpe bajo a la diversión. Ese jueves, la gente andaba como pollitos sin gallina o, como dijera una vieja canción, como papa sin capsup, como nopal sin lo baboso y, algunos, como Tarzán sin su puñal. Nadie podía creer que el cine estuviera cerrado.
No se sabe a ciencia cierta, pero se puede especular que eso contribuyó a que la chavalada se diera a la borrachera. Tomar se hizo cultura y las pláticas se plagaron de presunciones sobre los días que cada quien llevara pisteando, del número de borracheras en el año o de la edad, entre más temprana más prestigio, en que se había empezado a tomar.
Como un signo de aquellos tiempos, la borrachera (como lo mal hablado) se consideraba una mala costumbre en las mujeres y, aquellas que lo practicaban en público, se enfrentaban al desprestigio. En los varones, en cambio, era un signo de hombría, sobre todo por la falsa valentía a que induce el alcohol. Había borrachos muy admirados por sus familiares cercanos y cuando hablaba, se le atendía con respeto y podía llegar incluso a despertar orgullo entre algunos miembros de su familia. Cuando uno preguntaba por alguien, casi nunca le decían que estaba trabajando, aunque lo estuviera. “Por ahí ha de andar pisteando” –decían en su casa para hacerlo quedar bien.
Sin embargo, había límites. Nadie quería que sus hijos anduvieran como aquel legendario borrachito viqueño que un día se cayó, sintió mojado el pantalón, temió que se hubiera quebrado la botella que acababa de comprar con muchos esfuerzos y exclamó desesperado: “Dios mío, que sea sangre, que sea sangre”.
Vícam había estado por encima de otros pueblos porque tenía cine. Cuando lo cerraron, la gente entendió ese dicho que dice que nadie sabe lo que tiene, hasta que lo ve perdido.
Pronto, el cine se convirtió en fuente de nostalgia y en tema de pláticas. Empezaron a surgir anécdotas que adquirían visos de aventura. Todos tenían un recuerdo de aquella vez que intentaron entrar sin pagar. Algunos recurrían al gastado (e inútil) recurso de la amistad con la Alba Quiroz, la hija de Enrique Peluquero. Otros contaban del día en que, aprovechando las aglomeraciones a la entrada, quisieron colarse a la película, pero se tuvieron que quedar afuera porque se toparon con la descomunal vigilancia de Severo Lagarda.
CONTINUARÁ…
Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921
Imagen: Internet