Por Alejandro Valenzuela/Vícam Switch
El Vícam que he descrito a lo largo de estas historias ha desaparecido. Aquel pueblo tranquilo, amable y generoso, donde uno podía caminar por sus calles a cualquier hora o dormir en catres en el patio, ha desaparecido. El inicio del fin, si acaso no me falla la memoria, fue (¿qué otra cosa podría ser?) un hecho de sangre.
Estaba amaneciendo y el rugir de los carros despertó a la gente. No digo que los despertó el rechinar de llantas porque, a diferencia de ahora, que la Principal es una calle estrecha, pero pavimentada, entonces no había en Vícam ni un metro de pavimento aunque, eso sí, las calles eran muy anchas.
Los perseguidos dejaron la carretera internacional por la calle de Evaristo Félix y los perseguidores les dieron alcance frente a la casa de don Julio Durán, a un lado de la escuela Porfirio Buitimea.
En medio de una densa nube de polvo, se recortó la figura de un hombre de cuya mano derecha pendía un arma larga con el cañón todavía humeante. A sus pies, otro se arrastraba por el suelo empujándose con el muñón del brazo izquierdo. Alcanzada la orilla, se recargó en el cerco y vio el cañón del arma como si también lo estuviera viendo a él. Lo último que oyó fue un chasquido metálico y vio un resplandor que salía del cañón de la AK47. El balazo le abrió la cabeza por atrás en dos partes, como una sandía a la que se le ha dado un hachazo en pleno centro. La sangre esparcida escurría por los carrizos del cerco y formaba gotas alargadas que colgaban de los alambres de púas.
La mano del muerto había quedado a media calle. Tenía las marcas de una llanta y las uñas estaban arrancadas, vueltas hacia atrás, como si el ahora occiso se hubiera tratado de agarrar a la tierra. Al parecer, quiso escapar dejándose caer del carro todavía en marcha, con la caída se le quebró la pierna derecha a mitad de la canilla, se arrastró hacia el cerco de la calle y fue entonces cuando la llanta le pasó por encima desprendiéndole la mano.
La camioneta de los perseguidos estaba echada sobre la cerca de la escuela. En el asiento estaban los cuerpos de otros dos hombres. El que iba junto al piloto tenía cinco balazos distribuidos en el cuerpo (uno de ellos le había arrancado la punta de la nariz). El otro tenía una especie de caverna sanguinolenta en lo que había sido el ojo derecho, de donde salía un hilo de sangre que seguía escurriendo todavía a esas horas, casi las ocho de la mañana. El vidrio frontal del carro estaba estrellado y todo embarrado de sangre y pellejos, como si aquellos hombres hubieran tallado el vidrio con sus manos sangrantes.
Cuando llegaron la policía y la prensa, solamente estaba el carro de los perseguidos. Los perseguidores, como siempre, huyeron con rumbo desconocido. Un policía abrió la puerta del que tenía el balazo en el ojo y de ella escurrió un grueso hilo de sangre, que formó en el suelo un charco que, en minutos, se ennegreció.
Los niños de la primaria empezaron a llegar. En lugar de ir a sus salones, corrían hacia la cerca, donde se apeñuscaban para ver el espectáculo. “Mira güey, la mano que está tirada en la calle, está como queriendo agarrar tierra. ¡Qué curado!”; “Guacha al del poste, se parece al Terminator malo” (el niño se refería a la película Terminator, The Judgement Day). En el patio de la escuela, los profesores hacían inútiles esfuerzos para arriar a los niños a los Honores a la Bandera. La infancia estaba en pleno éxtasis y arrobamiento por la violencia y la sangre derramada.
Allí mismo, el jefe de los policías le dijo a los reporteros una frase inédita: que se llegaría hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga, y que todo indicaba que había sido un ajuste de cuentas. Los periodistas tomaron nota y los de la ley terminaron su trabajo y todos, muy satisfechos, se fueron y se olvidaron del asunto.
CONTINUARÁ…
Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921