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La escandalosa concentración de la riqueza combinada con la dispersión del derecho al voto ha producido un paradójico encarecimiento de las campañas, donde partidos y candidatos deben dedicar grandes esfuerzos primero a la recaudación no siempre legal de recursos y luego a su distribución y dilapidación en actividades de nuevo no siempre legales.

Por René Córdova.

En México el sufragio universal masculino se ha ejercido desde principios del siglo XIX, primero en elecciones indirectas y desde 1857 en elecciones con voto secreto y directo. Pero siendo desde entonces una nación profundamente desigual tanto en términos culturales como económicos, el fraude electoral ha acompañado la eterna transición democrática mexicana.

La idea democrática se basa en el principio de la igualdad ante la ley, que evolucionó desde la demanda del fin de los privilegios de la nobleza hasta el sufragio universal para hombres y mujeres mayores de edad.

Caudillos, hacendados, caciques y modernos operadores electorales manipulan la voluntad popular por medios diversos que van desde la coerción y amenazas directas hasta el cobro de favores clientelares y el uso indebido de recursos públicos y privados.

La solución a esta manipulación no está en la limitación del derecho al voto como proclaman algunos trasnochados o en el endurecimiento de la ley electoral que actualmente solo penaliza a los individuos directamente involucrados en el fraude, aunque definitivamente una mejora en la legislación ayudaría.

La escandalosa concentración de la riqueza combinada con la dispersión del derecho al voto ha producido un paradójico encarecimiento de las campañas, donde partidos y candidatos deben dedicar grandes esfuerzos primero a la recaudación no siempre legal de recursos y luego a su distribución y dilapidación en actividades de nuevo no siempre legales.

Nos hemos acostumbrado a ver jóvenes en los cruceros utilizados como pancartas humanas, a las botargas, a la distribución de despensas, al pago de representantes de casillas, a los desayunos y acarreos electorales y al dispendio en actividades masivas en campañas y precampañas.

Este ejército electoral de reserva formado por mexicanos y mexicanas que no alcanzan a cubrir ni siquiera sus necesidades básicas de bienestar a pesar de sus esfuerzos en trabajos precarios y mal pagados no ha dejado de crecer a pesar de las políticas cuasi asistencialistas de transferencia directa de fondos a través de programas como Oportunidades y Progresa.

Finalmente los candidatos ganadores no sienten un compromiso con sus electores, ya que consideran que han comprado el puesto y su compromiso es con quienes los nominaron al puesto dentro de su partido y con quienes ayudaron a financiar sus campañas. Con los electores queda solo el compromiso moral de alguien que ha pagado un precio que considera justo por un servicio determinado.

La profundización de la desigualdad social afecta la viabilidad de la democracia como sistema de negociación entre grupos sociales y deslegitima un poder que cada vez representa menos el interés público y se desinteresa más por el bienestar de sus votantes y se concentra en el uso y apropiación de los recursos públicos.