En portada: Debido a la rápida erosión costera y el aumento del nivel del mar, El Bosque, Tabasco, ha sido etiquetada como la primera comunidad en México en ser desplazada por los efectos del cambio climático. Foto: Santiago Navarro F.
por Carlos Tornel y Pablo Montaño*
Caminamos algunos metros antes de que uno de los vigilantes de la escuela primera nos dejara entrar a uno de los huertos que se están construyendo en varias comunidades y territorios carboníferos en el estado de Coahuila, norte de México. El huerto, uno de tres que ya se han construido, es parte de una serie de proyectos que organizaciones locales como Familia Pasta de Conchos proponen para avanzar hacia una transición energética que rechaza la noción de que este proceso implica solamente un cambio tecnológico –es decir, pasar de combustibles fósiles a tecnologías bajas en carbono– sino que implica un cambio de mentalidad hacia el cuidado de la vida.
“Los huertos son un acto simbólico”, me dice una de las organizadoras, “son un pretexto para hablar, para repensar qué papel tiene la energía en nuestros territorios y cómo podemos construir un futuro en donde no sea sinónimo de saqueo, violencia, impunidad y muerte”.
El huerto es parte de una iniciativa que se llama ‘sembrando transición’ un esfuerzo de la organización por posicionar una visión relacional con la energía. “Para nosotros el huerto es la alternativa al camino que hemos caminado por más de 18 años, esperando a que el Estado responda por la muerte de mineros y los impactos que esto ha dejado en sus familias y en la comunidad. El huerto es un símbolo de que otro mundo es posible y que la energía no viene solamente del carbón, sino de la posibilidad de repensar nuestras sociedades basándonos en el cuidado”, dice una de las organizadoras del huerto.
El caso de Barroterán en el norte de Coahuila es tan sólo uno de los muchos lugares en México que se han convertido en una zona de sacrificio, es decir, lugares que han sido abandonados o contaminados en exceso en nombre de un bien mayor, usualmente abstracto, como el progreso, el crecimiento económico o –y de manera más reciente y controversial– el ‘desarrollo sostenible’.
Las zonas de sacrificio no sólo se refieren al ámbito natural o el de lo no-humano, es decir paisajes, flora y fauna y la naturaleza en general que suelen ser convertidos en “recurso” o “servicios” para ser designados como “extraíbles”, sino también de comunidades y formas de vida que en los ojos de la visión unidimensional del desarrollo se presentan como “problemáticas”, “subdesarrolladas” e incluso “retrogradas”. Esta visión, la cual tiene un origen profundamente colonial, es la que se suele movilizar para justificar el despojo, la contaminación, la degradación de la naturaleza e incluso su destrucción.
Por lo general, estas zonas suelen ser designadas sacrificables a través de otros nombres: “corredores industriales”, “zonas económicas especiales (ZEE)”, “polos de desarrollo”, “polos de desarrollo para el bienestar”, etc. son algunas de las designaciones más recientes.
Estas zonas suelen eliminar las protecciones legales, las cuales pueden ser modificadas como una forma de incrementar la inversión extranjera directa, fomentar la participación de empresas e industrias y garantizar algunos “beneficios económicos”, como el empleo. Como lo estipula el Colectivo Geocomunes, estas modificaciones se utilizan como una forma de ‘”legalizar” el saqueo de los territorios y permitir la participación del sector privado a través de modificaciones al marco legal, como se puede evidenciar en los cambios a la Ley Minera en 1992, el TLCAN de 1994, la Ley de Bioseguridad en 2005, la Ley de Inversión Extranjera (2012), la Ley de Asociación Pública-privada (2012), la reforma energética (2016) y de manera más reciente, la declaración de megaproyectos prioritarios y su carácter prioritario para el desarrollo (2018-2024).
Por razones de seguridad y considerando que México es uno de los países más violentos para personas defensoras del territorio –las estimaciones indican que al menos 185 personas han sido asesinadas desde el 2018– lxs defensorxs del territorio y activistas entrevistadxs para este texto permanecen anónimos.
La proliferación de zonas de sacrificio en México
El concepto de las zonas de sacrificio no es algo nuevo. Originalmente, el concepto se utilizó durante la guerra fría en los Estados Unidos para referirse a aquellas zonas que se volvían inhabitables por la contaminación creada por la radiación y la minería de uranio.
No fue sino hacia mediados de la década de los setentas que el concepto fue apropiado por comunidades indígenas y pueblos originarios en los Estados Unidos para denotar la forma en la que territorios indígenas se convirtieron en campos de pastoreo, desplazando y despojando del acceso a sus territorios, al tiempo que se borraban sus costumbres, conocimientos y formas de estar en el mundo.
Durante las décadas de los ochentas y noventas, es decir, durante el auge del periodo neoliberal, varios movimientos de justicia ambiental retomaron el concepto para denunciar el racismo que está inscrito en su creación.
Esta lógica permitió hilar de forma espacial la proximidad de ciertos grupos a puntos en donde se concentra la contaminación del suelo, el aire y el agua como la consecuencia de un modelo de desarrollo desigual y no como una simple casualidad. Por ejemplo, la presencia de comunidades afroamericanas, de personas más pobres y migrantes cerca de basureros tóxicos, corredores industriales o plantas de quema o procesamiento de combustibles fósiles como termoeléctricas o refinerías. Es el caso del corredor conocido como el “callejón del cáncer”, en el estado de Louisiana, EUA, en donde se concentran más de 90 refinerías en territorios principalmente habitados por comunidades afroamericanas y de bajos ingresos.
El racismo ambiental detrás de las zonas de sacrificio constituye una designación ya ampliamente desarrollada, investigada y trabajada. Las comunidades indígenas y subalternas de este país han utilizado el concepto como una herramienta de denuncia, haciendo notar cómo lo “sacrificable”, para quienes ven estos espacios como vacíos, desperdiciados o mal aprovechados, es para ellxs lo “sagrado”, es decir, como una forma de denunciar la herramienta colonial del modelo de desarrollo que elimina todo aquello que no vea como una forma de valor.
En América Latina el concepto suele estar asociado no sólo a los puntos en el espacio y su proximidad a zonas contaminadas o a los puntos de origen de dicha contaminación, sino a un modelo de desarrollo extractivo que produce impactos positivos para algunas minorías, desplazando los costos espacial y temporalmente para las mayorías. Desde la proliferación de residuos tóxicos asociados a la minería y la gran industria, así como la contaminación del agua, tierra y aire a sus alrededores.
En México, la declaración de ZEE de 2017 creó enclaves especializados con exenciones legales y fiscales para atraer la inversión extranjera directa, con la justificación de aliviar la pobreza en “areas históricamente descuidadas”. Similar a iniciativas regionales pasadas como el Plan Puebla-Panamá, las ZEE representan una estrategia de desdibujamiento del Estado para interconectar espacios de tránsito y fomentar el desarrollo en la región mesoamericana.
Sin embargo, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en 2018, trajo un cambio en el discurso. Las ZEE se renombraron como “polos de desarrollo para el bienestar”, con el objetivo de atraer inversión y mejorar las capacidades productivas para el desarrollo económico y social en áreas adyacentes a proyectos de infraestructura regional a gran escala o “zonas o corredores libres”, con incentivos fiscales aumentados para las empresas.
Según el investigador Darcy Tetreault, la promesa de AMLO de “terminar con el neoliberalismo” ha sido socavada por la retención del marco institucional general establecido durante el periodo neoliberal posterior a 1992. Pese a la cancelación de políticas como las subastas de energía a largo plazo, las rondas de licitación de petróleo y el cese de nuevas concesiones mineras, permanecen sin cambios la distribución de recursos, los incentivos fiscales y los mecanismos de captura de rentas. El gobierno ha redirigido su atención a las empresas estatales, invirtiendo fuertemente en un proyecto de “soberanía energética” e intensificando la exploración de hidrocarburos y capacidades de refinación. Esto incluye la construcción de una megarefinería en Tabasco y la adquisición de una planta de refinación en Texas, EUA.
Al mismo tiempo el gobierno de AMLO ha disminuido notablemente el presupuesto para agencias ambientales y regulatorias, militarizado proyectos extractivos y de construcción, con un efecto paralizador y desarticulador de la protesta social y ha desplegado programas de investigación y desarrollo como tácticas contrainsurgentes, es decir, como estrategias para socavar la resistencia y la oposición y disciplinaraquellos que se muestren en contra.
Este enfoque subraya la importancia de la infraestructura a gran escala en la reconfiguración geopolítica de México, evidente en iniciativas como el “Corredor Interoceánico” en Oaxaca y Veracruz, el “Tren Maya” en el sureste mexicano y el Plan Sonora, que sirve a los intereses de relocalización cercana (nearshoring) de EE.UU., asegurando acceso a microprocesadores, vehículos eléctricos, plantas de baterías y recursos naturales y laborales, incluidos el litio, el agua y las reservas energéticas.
Aún cuando una reflexión de los orígenes de las zonas de sacrificio en México requeriría un repaso de la historia y política del país. Suficiente decir que la política federal de los últimos 30 años demuestra cómo es posible identificar el origen de la proliferación de estas zonas de sacrificio, las cuales suelen ser denunciadas por comunidades de primera línea, es decir, las primeras afectadas por la contaminación que proviene de estas grandes industrias.
Ahora bien, con el advenimiento y la aceleración de la crisis climática, estas zonas no se pueden reducir simplemente a aquellas afectadas por la contaminación, sino que comienzan a manifestarse como una forma de neo-colonialismo y de desplazamiento de costos para asegurar la “mitigación” o “adaptación” al cambio climático.
Aunque es difícil calcular el número de zonas como estas en México, la organización Conexiones Climáticas ha propuesto una categorización de estas zonas en tres. Primero, aquellos lugares cercanos o próximos a las fuentes de contaminación o a los puntos en donde se concentra dicha contaminación de agua, aire o agua. Segundo, aquellas zonas en donde la noción del desarrollo sustentable o la “transición verde” se ha convertido en una nueva forma de contaminación, despojo o afectaciones. Tercero, aquellas zonas que se convierten en espacios inhabitables a través de un desplazamiento de los impactos socioecológicos por medio de la exacerbación de los efectos de la crisis climática. Siguiendo esta formulación a continuación presentamos algunos ejemplos de estas zonas.
Zonas de sacrificio por proximidad y metabolismo
Las Zonas de Sacrificio Metabólicas implican la desvalorización de ciertas formas de vida en favor de las creadas por la economía dominante. Esta es una característica clave de las grandes ciudades, las cuales tienen relaciones metabólicas complejas de flujos de materiales, energía e información que tienen impactos desiguales en otros lugares en múltiples escalas espaciales y temporales. Estos sistemas están arraigados en relaciones de poder que revelan cómo ciertos lugares están posicionados para convertirse en zonas de sacrificio en respuesta directa a actividades/demandas de otros lugares.
Ejemplos de este tipo de zonas de sacrificio son numerosos y difíciles de calcular. Sin embargo, en lugares como Tula, Hidalgo, la cuenca del Río Santiago en el estado de Jalisco y otros lugares como Petacalco, Guerrero, demuestran una clara designación como zonas de sacrificio donde se acumulan una multiplicidad de formas de impacto debido a la proximidad de estos lugares a grandes urbes que externalizan su entropía y la presencia de la gran industria y puntos de quema intensiva de combustibles fósiles.
La ciudad de Tula, a tan sólo 120 kilómetros de la ciudad de México, se encuentra inmersa en lo que varios han descrito como un ‘infierno ambiental’: una refinería, una termoeléctrica, un corredor industrial y el desagüe del Túnel Emisor Oriente (TEO) son responsables de la degradación del aire, el suelo y el agua. “En buena medida”, me dice uno de los activistas que se han dedicado a atraer atención a la situación de la ciudad, “nosotros recibimos todo el desperdicio de la Ciudad de México, así sea en forma de basura física o en aguas residuales o en emisiones que producen la mala calidad del aire. Nosotros nos quedamos con el suelo, el agua y el aire degradado que es necesario para satisfacer lo que parece ser una imparable demanda de energía en forma de gasolina, diesel y electricidad, así como materiales como el cemento que requiere la ciudad”.
“Nosotros estamos malditos por la geografía”, dice uno de los habitantes de Tula, quien desde el 2014 se ha organizado con otras organizaciones para tratar de denunciar los impactos en su territorio al visibilizar la relación metabólica entre Tula y la Ciudad de México. “Nos ha tocado, quedarnos con el desperdicio de la ciudad de México, porque todo lo que se genera aquí va de regreso para allá, incluso las aguas residuales regresan en forma de comida a la Ciudad de México”.
En total, según las estimaciones del grupo de científicos que en 2019 organizaron el Toxitour alrededor de varios corredores industriales dentro del país, se estima que las afectaciones a la población van desde la proliferación de enfermedades cardiovasculares, respiratorias y digestivas, afectando a más de un millón de personas dentro del Valle del Mezquital.
Las comunidades del Salto y Juanacatlán, en Jalisco, en torno a la cuenca del Río Santiago también concentran uno de los sitios más contaminados del país. De acuerdo con el informe del Toxitour la cuenca concentra las descargas de alrededor de 1,000 empresas manufactureras, metalúrgicas, químico-farmacéuticas, electrónica, automotriz, alimentos y bebidas en la zona de Toluca-Lerma y alrededor de 700 empresas en la zona Ocotlán-El Salto. La cuenca recibe además las descargas de las zonas industriales de Guanajuato, de la refinería de Salamanca y el drenaje del Área Metropolitana de Guadalajara (AMG). La población expuesta directamente a estos contaminantes es alrededor de medio millón de habitantes.
Desde el 2006 la organización un Salto de Vida se ha mantenido en resistencia contra la contaminación del río, así como un proceso sistemático de denuncia por ser una zona de sacrificio en nombre del crecimiento económico y el desarrollo de corredores industriales. “La afectación a la salud es lo que nos ha movido, la recuperación del río es parte de este esfuerzo. Pero nuestra defensa del territorio ha buscado detener procesos de despojo que continúan insistiendo en contaminar esta zona, desde inmobiliarios y energéticos”,dice uno de los defensores del territorio. “Nuestra relación con las autoridades ha demostrado no sólo el desinterés del Estado sino la forma en la que por décadas han privilegiado a la industria, negando los impactos a las poblaciones, que en sus ojos son excedentes”, dice uno de los defensores.
Ante la falta de interés y la desacreditación de los impactos en la salud de las personas, la organización se ha dedicado a documentar y, a través de varias colaboraciones con organizaciones de la sociedad civil y centros académicos, ha comprobar los impactos y daños ambientales en la cuenca. “Este proceso ha obligado al Estado a reconocer los impactos que ha generado pero, al mismo tiempo, ha servido para articular un proceso de rechazo y resistencia al despojo que aún sigue vigente aquí”, menciona uno de los defensores. “A través de amparos y otros medios también hemos logrado detener el desarrollo de plantas de ciclo combinado y otros intentos de despojo por parte de la industria inmobiliaria.” Este proceso ha generado una larga historia de resistencia, un proceso de denuncia que muestra que la región ha sido sacrificada en nombre del crecimiento económico y la generación de riqueza para las empresas mexicanas y extranjeras.
Otro ejemplo de esta condición es Petacalco, en Guerrero. La central termoeléctrica Plutarco Elias Calles se construyó hace 30 años bajo el argumento de traer un beneficio económico a la zona. Desde entonces las comunidades, casi todas pescadoras y agricultoras, han sido poco a poco expulsadas de sus territorios a otras ciudades como Tulancingo en busca de trabajo.
No es sino a partir del 2021 que un grupo de personas han comenzado a documentar los impactos que tiene la planta en el territorio. En buena medida, los impactos se incrementaron durante ese año debido a una veda de venta de combustóleo para el uso en barcos y buques comerciales que incentivó un regreso a la quema de combustóleo para la generación de electricidad. Aunque no se sabe con exactitud cuánto combustible se quema en cada una de las plantas en México, sabemos que al menos el 33% de la refinación de Pemex es combustóleo debido a que el petróleo crudo que extrae es cada vez más pesado. La pérdida del mercado de buques y barcos, así como la situación de emergencia producida por la pandemia de la COVID-19 en 2020-2021 impulsó el uso del combustóleo como una forma de mantener los precios de la luz estables.
Desde entonces el colectivo Juntos por el bienestar de Petacalco ha sostenido un proceso de documentación de la contaminación del agua, aire y suelo. “Aquí hemos visto cómo llueve ceniza. También es posible ver los derrames de combustible en los cuerpos de agua y aunque aquí los dolores de cabeza y las enfermedades estomacales son más frecuentes las autoridades aún se rehúsan a declarar esta área como una zona de sacrificio”, me dice una de las defensoras del territorio. “Las autoridades nos han dicho que aquí todo está en norma”, menciona uno de los miembros del colectivo. “En realidad, varias organizaciones han venido a medir la calidad del aire y del agua y nos han dicho que estamos muy lejos de estar cerca de las normas adecuadas. Además, lo que nosotros vemos y vivimos – la muerte de los peces, las enfermedades de las personas que aquí viven -, esto no lo contabilizan e incluso parece no importarles”.
Zonas de Sacrificio Verde
En medio de la crisis climática y las crecientes presiones por abandonar los combustibles fósiles para avanzar hacia una transición energética “verde”, “sostenible” o “justa”, están reconfigurando espacios para asegurar acceso a ciertas zonas con alto potencial de aprovechamiento –por ejemplo solar o eólica– así como para asegurar el acceso a ciertos minerales críticos, como el cobalto, el litio, el cadmio o algunas tierras raras, necesarias para garantizar esta transición.
Aunado a esto, propuestas como los Nuevos Pactos Verdes (Green New Deals) en el norte global han capturado el discurso y la imaginación en torno a la idea de la “transición”. Esto ha generado un nuevo “consenso de descarbonización” como lo llaman los investigadores Breno Bringel y Mariestela Svampa, que sirve para establecer un nuevo consenso capitalista que reconfigura los extractivismos ya existentes mediante una estrategia de “acumulación por descarbonización”, es decir, una forma de mercantilizar lo que antes era inaccesible para el capitalismo como es el viento, la luz solar, los “bonos de carbón” o la conservación misma. Este fenómeno, también denominado “extractivismo verde”, implica el sacrificio de espacios, territorios y poblaciones para garantizar el abastecimiento, transporte, instalación y operación de infraestructuras y programas “bajos en carbono”, así como el tratamiento al final de la vida útil de los residuos materiales relacionados.
Las zonas de sacrificio verdes implican la identificación de lugares y poblaciones que serán afectados por el traslado de costos y ocupaciones (neo)coloniales justificados bajo el desarrollo de políticas para acelerar la transición energética y la mitigación o adaptación al cambio climático. Lo “verde” de esta categorización refleja el daño que emana de la infraestructura de bajo carbono.
El investigador Alexander Dunlap, por ejemplo, cuestiona la renovabilidad de infraestructuras bajas en carbono como paneles solares y turbinas eólicas, pues su cadena de suministro depende de los combustibles fósiles y la explotación de “minerales de transición”.
De esta forma es posible desarrollar formas directas (materiales) e indirectas (psicosociales) de extractivismo que hacen posible la extracción mediante estrategias que buscan moldear las mentes y el comportamiento humano, gestionar el desacuerdo y fabricar el consentimiento. La instrumentalización de la causa humanitaria del cambio climático y la novedad de lo “verde” dependen de cadenas de suministro sucias, ingeniería social y maniobras contrainsurgentes por parte de actores estatales y corporativos, para lucrar con los esfuerzos de mitigación. En resumidas cuentas, podemos afirmar que no existe un solo panel solar o turbina eólica que no haya sido fabricado con combustibles fósiles, desde la minería de los metales que lo componen, hasta su fabricación y ensamblaje mismo.
El ejemplo más claro es el “Tren Maya”: un proyecto de transporte ferroviario que abarca 1,500 km cruzando cinco estados del sureste de México. El proyecto cuenta con una inversión de más de 200 mil millones de pesos y debería estar listo a finales de este año. Sin embargo, el “Tren Maya” no es ni maya ni sólo un tren. Al transportar pasajeros, aumentará el número de turistas en un área ambientalmente frágil y su carga movilizará la extracción y el transporte de combustible a través de la península, según declaraciones de la propia administración del proyecto, el 80% de la carga del tren ha sido adjudicada a PEMEX.
El Tren Maya es parte de un conjunto de megaproyectos de infraestructura que buscan ‘desarrollar’ la región al interconectar y reordenar el sur y sureste del país. A escala local, el tren ha privatizado y parcelizado tierras comunales a gran escala, desarraigando la autonomía comunitaria al erosionar en la región los medios de vida y la cohesión de comunidades campesinas e indígenas.
Los “polos de desarrollo” planeados en la infraestructura física del tren –que incluye 12 paradas y 9 estaciones–, otorgan incentivos especiales a empresas privadas e incrementan indirectamente la desposesión de tierras para permitir la expansión de empresas privadas de vivienda urbana, turismo, agroindustria, infraestructura energética y minería.
Al mismo tiempo, el Tren forma parte de un megaproyecto para el “desarrollo” del sureste de México, que incluye una nueva refinería en Tabasco y lo que se conoce como el Corredor Interoceánico, que interconectará los dos océanos a través de otro tren. Como ha argumentado Geocomunes, el proyecto expandirá los mercados americanos, europeos y asiáticos, ya que el área posee al menos el 84% de todas las reservas probadas de petróleo, además de otros minerales, agua, tierra y biodiversidad “desperdiciados” y propensos a la inversión. Además, el que estas áreas hayan sido declaradas “zonas libres”, con reducciones en impuestos e inversiones facilitadas, facilita controlar y explotar una fuerza laboral barata representada por la población migrante que cruza la frontera sur.
La justificación del tren ha sido llevar un desarrollo sostenible para “aumentar los beneficios económicos del turismo en la Península de Yucatán, crear empleos, proteger el medio ambiente, desalentar actividades como la tala ilegal y el tráfico de especies, y promover la planificación del uso de la tierra en la región”. No obstante, como menciona un defensor de la tierra, “llamar al proyecto ‘sostenible’ no es más que una continuación de lo que ya ha estado sucediendo aquí: la mercantilización de la cultura maya, que se está convirtiendo en una mercancía en nombre de un bien mayor: el crecimiento económico, los empleos, el turismo, el desarrollo”.
Bajo el velo de la ‘sostenibilidad’, el gobierno federal ha aprobado dos centrales eléctricas adicionales de gas en Mérida y Valladolid, un nuevo gasoducto que traerá gas de esquisto (Puerta al Sureste) desde EE.UU. y la expansión del gasoducto Mayakan. “El tren es lo que articula estos proyectos, es la pieza faltante del rompecabezas para lograr la integración del proyecto colonial y de desarrollo en la península que ha estado en curso en los últimos 500 años. Durante años, esta tierra había sido ‘inexpugnable’, porque la gente se negaba a ser categorizada como desechos. Irónicamente, fue AMLO, un llamado ‘izquierdista’ con el argumento de traer ‘desarrollo sostenible’, quien logró convencer a algunas personas de que “necesitan desarrollo”.
Zonas de sacrificio por la violencia climática
El tercer tipo de zona de sacrificio describe lugares que se han vuelto inhabitables por los efectos lentos y acumulativos del cambio climático. Como argumenta Farhana Sultana, la colonialidad climática se experimenta “a través de continuas degradaciones ecológicas que son tanto abiertas como encubiertas, episódicas y rampantes.” Es decir, la colonialidad climática persiste de tres maneras. Primero, mediante la extracción de recursos y degradación de la naturaleza al convertirla en una forma de trabajo no pagado. Segundo, al convertir a las personas y territorios en sitios vulnerables a los impactos del calentamiento, tachando sus formas de vida como problemáticas, en necesidad de ser mejoradas, por ejemplo, a través de la mitigación, la adaptación o la resiliencia. Tercero, al destruir sistemáticamente ecosistemas tangibles y espirituales de pueblos y otras formas de vida que se convierten en un obstáculo para la transición o la mitigación.
Los legados coloniales se manifiestan en el saqueo de territorios, pero también en las desigualdades de los orígenes y las consecuencias de desastres no-naturales. En América Latina, este fenómeno abarca comunidades marginadas y empobrecidas, es decir aquellos territorios convertidos en las zonas de sacrificio del capitalismo de carbono, explotadas, desposeídas y convertidas en vulnerables por Estados ricos, corporaciones trasnacionales y grandes industrias.
En El Bosque, una comunidad de Tabasco, confluyen los ríos Grijalva, Usumacinta y el Golfo de México. Sus habitantes, aproximadamente 200 personas, han sido tradicionalmente pescadores. “Vimos por primera vez que el mar se acercaba en 2007, pero no sabíamos por qué estaba sucediendo”, comenta una de las personas que habitaban la comunidad. “Fue hasta 2019, cuando comenzamos a contactar a organizaciones de la sociedad civil, que nos ayudaron a entender que ésta es la consecuencia del cambio climático”. Debido a la rápida erosión costera y el aumento del nivel del mar, El Bosque ha sido etiquetada como “la primera comunidad en México en ser desplazada por los efectos del cambio climático.”
En México, el número de zonas de sacrificio climáticas es difícil de calcular. Varios entrevistados manifestaron que el Estado obliga a presentar evidencia en sus propios términos. Entonces, lo que se ve, lo que cuenta y lo que se mide sólo cuenta si es reconocido por las estrechas definiciones creadas por el Estado. A pesar de ello, en El Bosque, “lo que la gente ha experimentado es la violencia acumulada de siglos de desarrollo y supuesto progreso”, establece un entrevistado de la sociedad civil, “esto es responsabilidad de una forma de progreso basada en los combustibles fósiles, de la cual el gobierno, las industrias y los ricos comparten una parte de la culpa”, dice.
La experiencia de la población local ha sido invisibilizada, al desestimar su vulnerabilidad por las autoridades y al actuar de manera reactiva y torpe en la reubicación. “Nos han dejado sin pasado, sin presente y sin futuro, no tenemos historia, es como si el mar lavara nuestra forma de vida, algo que ahora no podemos transmitir a nuestros hijos”, como me comentó una de las personas de la comunidad desplazada.
Desde 2022, El Bosque ha solicitado en vano a las autoridades estatales y federales una “reubicación inmediata, planificada, justa y digna”. En 2024, una red de comunidades afectadas por el clima y organizaciones de la sociedad civil presentaron una queja ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en la que la comunidad declaró: “no podemos seguir presentando el cambio climático como un problema futuro, lo estamos viviendo todos los días y hemos sido directamente afectados por la violencia que conlleva”, expresó un entrevistado. “Hemos sido sacrificados en todos los sentidos de la palabra, lo perdimos todo y no podemos seguir existiendo como teníamos la intención de hacerlo. Por eso no es sólo cuestión de ser reubicados, lo que necesitamos es que las personas, el gobierno y las empresas comprendan que fuimos desplazados violentamente por sus acciones, así que es mi forma de vida contra otras, pero somos nosotros quienes tenemos que pagar el precio”.
El saber hacer eco-político: zonas de sacrificio como una herramienta de lucha
En los últimos 50 años, las zonas de sacrificio han resultado de la reorganización espacial surgida de políticas neoliberales lideradas por el Estado para impulsar el crecimiento económico, el libre comercio y la inversión extranjera directa. El colectivo Geocomunes ha documentado extensamente los impactos socioecológicos de minería, industria, infraestructura energética y agroindustria en México, destacando una tendencia de reorganización territorial impulsada por la construcción de infraestructura energética, industrial y de transporte.
México ha registrado más de 560 conflictos ambientales con al menos 211 documentados en el Atlas de Justicia Ambiental (EJAtlas), hasta abril de 2024. En cuanto a defensores del medio ambiente y de la tierra, la organización Global Witness ha documentado más de 180 asesinatos, cifras conservadoras. Otras organizaciones, como el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA), han documentado más de 500 ataques a defensorxs en la última década.
Existe un esfuerzo por hacer que la tierra sea “legible” para la extracción. Esta tendencia se ha intensificado en los últimos 50 años mediante iniciativas de redefinición territorial a gran escala destinadas a “abrir” o “incorporar” regiones enteras en la agenda de desarrollo. Destacan aquí los megaproyectos que buscan reorganizar el territorio para garantizar la integración y el flujo de recursos, así como el potencial de desarrollo del continente.
Sin embargo, de cara a esta violencia, a la contaminación y al despojo, también han surgido resistencias. En 2019, varios movimientos sociales organizados a través de la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales organizaron el “Toxitour“, una caravana de organizaciones ambientales, científicas y laborales nacionales e internacionales para denunciar los altos niveles de toxicidad y destrucción causados por corporaciones apoyadas por el despliegue de corredores industriales del gobierno federal.
La coalición de organizaciones formuló una ‘epidemiología popular’ para desafíar el ‘sentido común’ hegemónico que ha moldeado sus vidas como sacrificiales, en oposición a las valoraciones desplegadas por los programas de desarrollo y objetivos del gobierno como el crecimiento económico, la soberanía o el empleo.
Cubriendo 2,637 km en siete estados del centro de México, el Toxitour atravesó áreas designadas por el Plan Nacional de Desarrollo de 1996 para corredores industriales, que incluyen industrias automotrices, aeroespaciales, químicas, cementeras, alimenticias y textiles. El tour fue la culminación de casi quince años de resistencia comunitaria, un desafío a las autoridades que continúan ignorando el sufrimiento porque no encaja en sus formas burocráticas.
De manera similar, la Caravana ¡El Sur Resiste! (CSR), organizada por más de 10 movimientos indígenas y defensores de la tierra en 2023, recorrió siete estados del sur de México, destacando el impacto de los ‘polos de desarrollo’ que los principales megaproyectos de infraestructura de AMLO –el “Tren Maya”, el “Corredor Interoceánico” y el gasoducto “Puerta al Sureste”– tendrán en la remodelación de la región, abriendo oportunidades de inversión, militarización, turismo, minería y desarrollo urbano. La caravana coincidió con un fallo histórico del Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza (TIDN), que responsabilizaba al Estado mexicano por violar los derechos de la naturaleza y los derechos bioculturales del pueblo maya, que durante mucho tiempo ha cuidado su territorio. Este fallo exige la suspensión inmediata del ‘Tren Maya’, la desmilitarización de los territorios indígenas, el cese del acoso contra los defensores de la tierra y la preservación de la naturaleza.
Mina Lorena Navarro y Verónica Barreda han utilizado el concepto de zonas de sacrificio para denotar no sólo los impactos socioecológicos derivados del modelo de acumulación y producción del capitalismo contemporáneo, sino para denotar la forma en la que diversas redes socioecológicas han montado una resistencia en torno al despojo y a la progresiva contaminación de sus territorios por el modelo de desarrollo hegemónico.
Navarro y Barreda utilizan el concepto para caracterizar las luchas de aquellos afectados y/o dañados por la explotación y el despojo a lo largo del sur gobal. Ilustran cómo tanto el Toxitour como la CSR abarcan luchas por la tierra aparentemente desarticuladas para fomentar una “conciencia ecopolítica” crítica, exponiendo las injusticias inherentes a la explotación del capital y su externalización en zonas de sacrificio.
Las redes comunales han forjado memorias colectivas intergeneracionales para denunciar el sacrificio y contextualizarlas dentro de procesos de producción de su vida cotidiana. Al hablar de “zonas de sacrificio”, diversas redes en todo México están denunciando ahora la toxificación y las políticas ambientales racistas mediante la organización de diversas prácticas de resistencia, buscando mitigar, sanar y/o restaurar el daño corporal/territorial, el agua y el aire, así como crear otras formas de bienestar y dignidad mediante la autogestión. Estos esfuerzos demuestran un resurgimiento de la agencia política para desafiar la lógica sacrificial oficial del “desarrollo”. Sin embargo, esta resiliencia no está exenta de tensiones y contradicciones, mientras las comunidades navegan adversidades diarias.
El conocimiento eco-político visible en procesos como el Toxitour, la CSR y la creación de huertos en Coahuila reflejan no solo la posibilidad de imaginar una transición energética de manera diferente, sino también la necesidad de resistir y proponer un cambio que vaya más allá del fin de los combustibles fósiles. Este cambio se enfoca en una transformación radical del pensamiento, colocando en el centro la necesidad de repensar nuestra relación con la naturaleza, el territorio y la capacidad de imaginar otros mundos más allá del capitalismo y su vertiente extractiva, sea esta “verde” o “gris”. Como mencionó una de las personas entrevistadas: “Lo que nos queda es seguir resistiendo, tejiendo redes y aprendiendo de otros procesos y territorios. Solo así seremos suficientes para proponer un modelo alternativo, uno que esté nutrido de diversas luchas”.
*tornelc@gmail.com y pablo@conexionesclimaticas.org
Fuente: Avispa Midia