Alejandro Valenzuela/ Vícam Switch
El 3 de julio, después de la fiesta de la Virgen del Camino, Moisés despertó muy tarde porque había llegado por la madrugada, cantando una canción que entonces andaba de moda y que se titula “María de la Luz”. Su cantar interrumpió el croar de las ranas y la estridulación de los grillos y oímos su voz delgada, pero entonada:
En donde estas lucecita de mi alma/
Que ni un momento puedo estar sin ti/
Cuál es la causa que tú no me ames/
Yo estoy seguro que no te ofendí/
Por dios te ruego no seas inhumana/
Por qué motivo te muestras infiel/
Has ofendido al hombre que te ama/
No ha de faltar que te ofenda también/
En este mundo tal vez nadie sobra/
No ha de faltar quien me quiera querer/
Por la de buena que dios me hizo hombre/
No he de llorar por ninguna mujer/
Aunque soy pobre, soy agradecido/
No soy variable como lo eres tú/
Vas a pagar lo que hiciste conmigo/
Tenlo presente María de la Luz.
Al levantarse sintió un dolorcito en el tobillo del pie izquierdo, como si se le hubiera engurruñado un nervio. Hizo lo que hacemos todos los mexicanos cuando nos da un dolor: ignorarlo. Quizá se había golpeado sin querer y ni cuenta se dio, como sucede con tanta frecuencia cuando uno monta a caballo.
Fue al corral, les echó pastura a las vacas, cambió a los caballos de lugar para que siguieran pastando y, de regreso, recogió huevos de los arbustos. Puso la canasta sobre la mesa y, como la Gloria vio que cojeaba, le preguntó que si qué le había pasado.
Me caí –mintió. La Gloria, que no le creyó porque no se veía que estuviera revolcado, se sentó en una silla, le ordenó que se sentara enfrente y que le pusiera el pie sobre el regazo. Le revisó el tobillo meticulosamente pero no vio señales de golpe, salvo una pequeña inflamación.
Cuidadosamente se levantó, puso la pierna de Moisés sobre la silla, fue a humedecer un trapo en petróleo, regresó y le talló vigorosamente el tobillo.
En esos tiempos, aunque había sido el diablo quien le había escriturado a la suave patria sus veneros, como dijera el poeta jerezano, el petróleo tenía muchas virtudes: se usaba para encender las lámparas con que alumbrábamos las noches, para encender el fuego, para mitigar el inclemente asedio de mosquitos y jejenes, para calentar los huesos si la gente padecía reumas y, desde luego, para curar heridas de personas y animales.
¡Santo remedio! –exclamó la Gloria, y todos quedaron muy contentos. Moisés se fue a hacer sus cosas, después de mediodía regresó a comer y por la tarde se fue a buscar a los amigos a Pueblo Vícam.
Estaba casi oscureciendo cuando regresó. La Gloria, perspicaz que era, se dio cuenta que no se bajó del caballo como acostumbraba, dando un salto, sino que usó el estribo. Luego notó que ahora chuequeaba de los dos pies.
¿Te volviste a caer o qué? –le preguntó. No –respondió Moisés–, pero me está doliendo el otro tobillo.
Preparó una pasta de ruda y albaca y la dejó remojar un rato en petróleo. Después de darle de cenar, le ordenó que se acostara para curarlo. Allí en el catre le untó con enjundia los pies, los tobillos y las piernas.
En caso extremo, le hubiera puesto unos fomentos calientes de estiércol de caballo, que también era muy bueno para el dolor de huesos, pero no lo consideró necesario… todavía.
CONTINUARÁ…
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Imagen: Vícam Switch