Alejandro Valenzuela/Vícam Switch

Cuando Manuel y Enrique llegaron a Bácum, les platicaron a las abuelas Musia y Balvaneda que los búhos habían invadido nuestra casa y que estaban allí incluso de día. En la plática, destacaron con lujo de detalle el suceso del búho sin cabeza que aterrizó en la lumbre.

Muy preocupadas, salieron de Bácum rumbo a Casas Blancas con la determinación de llevarse a Moisés. Cuando dijeron a lo que iban, Ramón quiso oponerse, pero la Gloria ya había decidido que se fuera con ellas. Ya está visto que los médicos no lo pueden curar –dijo parada en el patio, apuntando con el dedo hacia Vícam– y, si acaso hemos sido herejes y hay que bajar al sexto círculo del infierno, bajaremos para curar a Moisés. El argumento era indestructible y Ramón cedió.

Al día siguiente, lunes, Moisés amaneció muy bien. La Gloria le preparó un pequeño veliz y se lo llevaron. Nos quedamos en el patio viendo cómo se alejaban. La Gloria lloró y Ramón le dio débiles esperanzas de que todo saldría bien.

La esperanza, sin embargo, duró escasas veinticuatro horas, porque ese martes estábamos terminando de desayunar cuando vimos que iba llegando mi tío Manuel Romero. Ramón y la Gloria se quedaron viéndolo como quien ve venir la desgracia.

Esa mañana, los familiares de Bácum pensaron que Moisés se iba a morir y enviaron a Manuel con la delicada encomienda de llevar la noticia, aunque al partir le pidieron que lo hiciera con sutileza. Cuando llegó, ni siquiera saludó y sin más preámbulos, ignorando el encargo de la sutileza, dijo: Prepárense porque Moisés se va a morir.

Salimos rumbo a Bácum a toda prisa y antes de mediodía estábamos en la casa de mi abuela Musia. Nos imaginábamos ver a Moisés hundido en la cama, con la cara cubierta por la mancha de paño, con el cuerpo empequeñecido y a punto de expirar su último aliento.

La casa estaba sola. El viento levantaba una fina nube de polvo que nos pareció la viva imagen del abandono. Nos quedamos parados en el porche, sin saber qué hacer. De pronto apareció una vecina que nos informó que las abuelas se habían llevado a Moisés a Cócorit, para que lo viera una curandera llamada doña Juana Moroyoqui. Ramón y la Gloria se fueron y nosotros nos quedamos con la vecina.

Cuando llegaron, encontraron a Moisés acostado en un catre. Doña Juana estaba sobándolo con un huevo que, después les informó, era de gallina negra. Hay males que no están al alcance de la ciencia médica –dijo la anciana mientras hacía su trabajo.

Doña Juana tenía una apariencia nada impresionante; era más bien una viejita común. Su casa, de carrizo y horcones, estaba escasamente amueblada y la falta de ventanas le daba una apariencia tenebrosa. La curandera, sin embargo, era de una amabilidad tan refinada que pronto infundía confianza.

El azar –continuó– cuenta mucho en la eterna batalla entre el bien y el mal. Que lo hayan traído hoy –agregó sentenciosa– es una confabulación de la buena suerte porque se moriría en la Noche de San Silvestre. Luego guardó un profundo silencio que los demás no osaron interrumpir.

Cuando terminó, envolvió el huevo en un lienzo blanco, dijo algo que los presentes no entendieron, lo puso sobre la repisa y encendió una veladora.

MAÑANA, EL FIN DE LA HISTORIA

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Imagen: Vícam Switch