Alejandro Valenzuela/Vícam Switch
Durante siete días llevaron a Moisés a que lo curara doña Juana. El séptimo día era la víspera del año nuevo. Mientras salían, Moisés andaba en el patio atendiendo unos caballos y cantando, como si nunca hubiera estado a punto de morir. Emprendieron ese último viaje con la certidumbre de haber dejado atrás una pesadilla.
Al llegar, la casa de doña Juana ya no les pareció tan sombría. Mientras lo sobaba con el huevo, empezó a platicar. Anoche nos reunimos en el cerro del diablo –no especificó quienes, pero entendieron que aludía al cerro del Corazepe, por la leyenda que existe de que allí se aparece el diablo tocando el violín. Y no son ustedes los que tendrían que bajar al sexto círculo del infierno. Eso lo dijo como si hubiera oído a la Gloria cuando las abuelas fueron por Moisés a Casas Blancas. Luego continuó. Es doña María la Redonda quien cometió blasfemia al usar los poderes que nos fueron concedidos de manera indebida.
De doña María la Redonda se dicen muchas cosas, pero ninguna buena. La gente creía que era mala por el mal que la aquejaba. El mal que la aquejaba era la lepra. Se le desprendían partes del cuerpo sin sentir dolor y la gente, que es proclive a la superstición, pensaba que era por algún pacto con el diablo.
La pobre toma mucho alcohol porque sólo así encuentra un poquito de consuelo –dijo doña Juana–, pero eso la induce a hacer cosas como estas, que no están bien. Y luego está eso de que no le gusta pagar –agregó riéndose, enseñando sus manchados y despostillados dientes.
Como este muchacho es atrabancado –continuó–, cuando ella no le quiso pagar, se cobró con la montura nueva.
Allí, Ramón y la Gloria, se enteraron que la fina montura que estrenó en la fiesta de la Virgen del Camino había sido expropiada a doña María como pago por el trabajo que ella se negó a pagarle. Al recibir la negativa, Moisés se imaginó a sí mismo en la fiesta luciendo aquella lujosa montura.
Doña Juana terminó de sobarlo, se levantó para dejar el huevo en la repisa y se puso a rezar. Terminado el rezo, echó los primeros seis huevos a la lumbre. Al reventar, salió un humo espeso que olía como a cuero quemado.
Ahora van a ver la causa del mal –dijo tomando el séptimo huevo. Lo quebró en un vaso de agua y en el fondo, rodeada de alfileres, agujas y clavos, apareció la diminuta figura de una silla de montar.
Cuando salieron de allí, Moisés iba completamente restablecido. Se fueron directamente al ranchito, donde ya los esperaba toda la familia y muchos amigos de los alrededores. Era el 31 de diciembre y esa noche, que es la noche de San Silvestre, la alegría no era sólo por el advenimiento del año nuevo, sino principalmente porque no había velorio.
Hasta los búhos se habían perdido en la noche.
En medio de la fiesta, la Gloria veía la cara de Moisés y recordó lo que le dijo doña Juana cuando se despidieron. No era paño –le susurró al oído–, era tierra del panteón.
FIN
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