Luis Enrique Ortiz
La salida de Estados Unidos de El Acuerdo de París, con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca el pasado 20 de enero, dará a los movimientos ambientalistas el rumbo, las herramientas, la gente y los motivos para convertirse en la principal fuerza opositora a nivel global al segundo periodo -no consecutivo- del republicano que tiene las llaves de las más grandes armas de destrucción masiva en toda la historia de la humanidad.
Trump no quiere ser entendido, sino simplemente ser el principal foco de atención a nivel global, no le importa si las miradas son neutras, de amor u odio, las tres lo alimentan, le dan el suministro necesario para llenar sus vacíos emocionales, falta de amor interior, ausencia total de empatía.
Amante de la máxima maquiavélica de que “el fin justifica los medios”, no le importa que sus objetivos se traduzcan en el sufrimiento de millones de seres humanos que merecen ser tratados con compasión y dignidad.
Lo único que lo satisface es sentirse poderoso el rey del mundo, saber que hace y se hace lo que Él quiere y no habrá consecuencias porque el jefe del Imperio nunca se equivoca y si se equivoca, vuelve a mandar.
Por su trastorno de personalidad, Trump no sólo carece de amor y empatía, sino que su vacío es tan grande que por más que humille, amenace, lastime o asesine, nada será suficiente, por lo que se verá precisado a buscar la manipulación, sometimiento, degradación y el sufrimiento de cada vez más gente de más latitudes.
Le da lo mismo amor que odio, ambos lo alimentan y producir rencor social -más allá de sus fronteras- es además muy lucrativo en industrias como la armamentista, petrolera o la minería, sólo por citar algunas de las más importantes.
La violación de los derechos humanos de migrantes, minorías, incluso países enteros, es la máxima desde el pasado 20 de enero, cualquier conculcación de las garantías esenciales de toda persona, por el hecho de serlo, es reprobable, pero la más lamentable es la destrucción de vidas humanas y la de la naturaleza, una de alcance instantáneo (no siempre) y la otra que nos mata poco a poco a todos como especie, al reducir cada vez más los espacios vitales y provocar un cambio climático en menos de 100 años de desarrollo industrial y crecimiento exponencial de la huella humana en la Tierra.
Reducir nuestro consumo de cosas innecesarias e incluso de varias que nos enferman, sembrar y cuidar muchos árboles para restaurar ecosistemas y mejorar la calidad del aire, reutilizar, reciclar, hacer composta y producir algunos de sus propios alimentos, son cosas que todo verdadero ambientalista debe estar haciendo y enseñando a hacer a otros, en especial a niños.
Las marchas y otras movilizaciones contra el racismo, la discriminación y las distintas formas de odio, son importantes, pero ¿qué pasa si alguien no tiene manera de caminar al lado de la parte consciente de la sociedad, pero desaprueba a Trump?
Pues convierta su aparente pasividad asumiendo la silenciosa resistencia de hacer algo en pro de la naturaleza, casi sin salir de su casa hoy más que nunca: reduzca, reutilice, recicle, cuide su agua y ayude a cuidar el aire de los demás, pero sobre todo coma sano, sin agrotóxicos con alimentos agroecológicos de alto valor nutracéutico, resilientes, sostenibles y sustentables. Todo sin correr riesgos.
En este contexto, los pueblos originarios están llamados a tener un papel protagónico, en la lucha por la preservación de la vida de sus territorios, que aunque minimizados por el despojo colonial, albergan una cuarta parte de la superficie terrestre, la mayor parte virgen o fuera de la lógica del mercado y la ganancia.
Salud
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