ALEJANDRO VALENZUELA / VICAM SWITCH
Un día como hoy, 10 de diciembre, pero de 1980, me escapé de la cárcel de Tlalnepantla. La mañana anterior andábamos repartiendo volantes en una fábrica textil de Naucalpan, Estado de México, para incitar a los obreros a la rebelión y a la sindicalización independiente.
De pronto, llegó un nutrido grupo de patrullas y todos salimos corriendo, pero yo tuve la mala suerte de meterme en un callejón sin salida.
Fui a dar con mis huesos en la cárcel de Tlalnepantla. Sin registro, sin cargos y sin presentación ante un juez, me metieron en una celda atestada de presos.
Esa tarde, vi que algunos presos estaban siendo liberados. Le pedí a uno de ellos que llevara un recado y de la mochila, que no me habían quitado, saqué un volante y en el reverso escribí mi dirección y un mensaje: “Estoy en la cárcel de Tlalnepantla”. Me quedé henchido de esperanza, esperanza que murió un ratito después cuando uno de los policías se me paró enfrente (reja de por medio) abanicándose con el papelito, que luego me arrojó a la cara.
Esa gélida noche, los policías nos bañaron con el frío chorro de agua de la manguera; luego entraron tres y golpearon a muchos por el solo placer de golpearlos. Pasamos lo que ahora creo que es la peor noche de mi vida, titiritando bajo una cobija muy raída.
Serían como las diez de la mañana cuando le empecé a rogar a un policía que no había visto que me dejara hablar con el jefe. Me preguntó porqué me habían llevado y le dije que por orinar en la vía pública. “Faltas a la moral” –dijo sin más.
Después de mucho ruego, me permitió ir a la oficina. Me asomé con precaución y vi al jefe que se estaba refocilando con una muchacha pintada de rubio. Retrocedí discretamente y esperé… Luego empecé a caminar por el pasillo de ida y vuelta, viéndole la espalda al policía que cuidaba la puerta viendo para la calle.
Agarré valor, me acerqué, lo saludé, me saludó, le dije con permiso, pase usted me contestó, puse un pie en la calle y empecé a correr. Luego tomé un autobús que me llevó al metro Tacuba. Allí recordé que el líder de nuestro partido clandestino, revolucionario y bolchevique vivía por allí cerca. Me fui de la mano del hambre de muchas horas sin comer, toqué la puerta y apareció el líder. Traía una humeante taza de café en la mano, estaba envuelto en una bata de seda y calzaba unas pantuflas de conejito.
Salí de allí cubierto de los elogios que me dieron él y su mujer. Que qué valiente, que era un verdadero revolucionario, que era el primer preso político de nuestra joven organización para la liberación del proletariado… Como no me dieron ni agua, también me llevé conmigo el hambre, que ya traía, y una especie de reconcomio, ese sí recién adquirido, por la simulación de los políticos, cualquiera que sea su ideología.
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