Alejandro Valenzuela/Vícam Switch
La historia es muy conocida. Mis antepasados invadieron Bácum, uno de los ocho pueblos yaquis, y se apropiaron del lugar, como se dice ahora, a sangre y fuego. En esos tiempos del siglo diecinueve, soldados del ejército del Benemérito capturaron a un numeroso grupo de yaquis, los arriaron como ganado hasta Bácum, los encerraron en la iglesia que en el siglo diecisiete construyen los jesuitas Andrés Pérez de Rivas y Tomás Basilio y amenazaron con prenderle fuego si no revelaban la ubicación del campamento de los alzados. Como los yaquis preferían morir antes que delatar a las suyos, el templo fue incendiado y adentro murieron decenas de personas, mayoritariamente mujeres y niños. Un pequeño grupo, usando como ariete las bancas de madera, hicieron un boquete por atrás, huyeron hacia el río y se internaron en la sierra del Bacatete llevando consigo, para que los protegiera, a la Virgen de Santa Rosa de Lima. La escondieron en un lugar que todavía se mantiene en secreto y, cuando fundaron la Loma de Bácum para sustituir al pueblo perdido, empezó la tradición de traerla en procesión cada 2 de julio para realizar, en su honor, la gran fiesta de la Virgen del Camino, como ellos la rebautizaron.
Ese año de 1964, días antes de la fiesta, Moisés y sus amigos se pasaban las tardes haciendo planeas para conseguir el dinero necesario para acudir a los bailes, que serían amenizados por lo mejor del cartel musical de la región. Casi llegada la fecha, todavía no reunía el dinero suficiente para cubrir todos los bailes, pero estaban dispuestos a recurrir a todos los medios necesarios para cumplir su anhelado objetivo.
A veces los medios se salían del recto camino de la ley. Nada más para dar un ejemplo, el año anterior habían contratado a mi hermano Gerardo para que con su interminable plática adormeciera a un conocido propietario de un numeroso rebaño de vacas. Mientras el robusto ganadero dormía, Moisés y sus amigos fueron al monte, lazaron una becerra, la amarraron para impedir que por la tarde se fuera con el rebaño y, por la noche, la mataron, la carnearon y vendieron el producto del delito.
Ese año, el ganadero no se tragó el anzuelo y a los confabulados no le quedó más remedio que contratarse como peones en los alrededores. Moisés fue contratado por doña María la Redonda, de Vícam, para reparar un cerco. Llegado el día, Moisés fue a cobrar y doña María no le quiso pagar. Regresó desconsolado, aunque Ramón notó que venía estrenando una lujosa silla de montar de tipo texana. La única solución era la venta de algún animal, pero eso no era un trámite fácil porque los dueños de ranchos saben que el camino más corto a la ruina es la venta de animales para satisfacer necesidades superfluas.
Ese día, Moisés andaba de arriba abajo pensando en la estrategia para conseguir el dinero. En un acto desesperado y un tanto histriónico, fue a sentarse sobre una enorme piedra que estaba en medio del patio. La pose que tomó me recuerda hoy la del Pensador, la famosa estatua de Auguste Rodin, porque puso el codo sobre la rodilla y la cara sobre la mano, para que se le notara la tristeza.
Ramón notó la tristeza, pero sabía que estaba fingiendo, así que lo dejó en esa posición durante un largo rato. Cuando lo consideró pertinente, le preguntó si no quería vender un becerro para que fuera a la fiesta.
Pegó un respingo, montó en su caballo retinto y a todo galope se fue a vendérselo al Ciro Molina. Regresó con el dinero, se bañó en el canal y a las tres de la tarde estaba listo, con el caballo ensillado, esperando a sus amigos.
Cuando llegaron, salieron en tropel del rancho, se enfilaron rumbo al cerro del Omteme, lo rodearon siguiendo el curso del río, pasaron por Bataconcica y antes de oscurecer vieron a lo lejos la majestuosa rueda de la fortuna, círculo luminoso que era santo y seña de todas las ferias de la región.
CONTINUARÁ…
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Imagen: Vícam Switch