Alejandro Valenzuela/Vícam Switch

Nadie se explicaba de donde venía el mal de Moisés y mucho menos qué era lo que era. Todos los que lo conocían estaban consternados de verlo postrado en un catre, triste y en silencio, cuando su talante era más bien activo, alegre y cantador.

De niño fue a la escuela solamente tres años porque no aguantaba estar en un aula durante las jornadas escolares. Faltaba a clases al menor descuido y Casimiro Miraleguas, el prefecto, tenía que ir hasta el río para lazarlo como si fuera un potrillo y llevarlo a la escuela a cabeza de silla.

Un día, Ramón le preguntó si quería quedarse burro (como se les decía entonces a quienes no querían o no podía estudiar) y Moisés contestó con gran determinación que sí quería, que le escuela le aburría y que mejor quería un caballo. Ramón no quiso averiguar más y le compró el caballo. Allí empezó su vida de vaquero. Los caballos fueron su vida y también casi su muerte.

Un día, muchos años después, estaba amarrando un caballo para que pastara cuando el vuelo de un chanate espantó al nervioso equino, que salió a todo galope.

En el arrancón, la piola se le enredó a Moisés en un pie y el caballo lo arrastró a través de siembras, cercos y canales Cuando se hubo cansado, el caballo se detuvo empezó a olisquear a su dueño, que yacía como muerto. En eso pasaron por allí unos vaqueros, lo terciaron en su propio caballo y lo llevaron a Vícam. Pasó una semana en el hospital inconsciente y cuando despertó no sabía ni quien era. Pasó dos meses convaleciendo, pero se recuperó.

Por eso, verlo postrado era tan triste que la casa, antes bulliciosa, se volvió un lugar silencioso. Tengo la impresión de que ni las gallinas querían cacaraquear.

Viendo el estado del enfermo, un día resolvieron llevarlo a que lo viera el doctor. Por la mañana, Ramón salió al camino a esperar que pasara Toño Ruiz, quizá el primer taxista de Vícam, y los llevara al hospital. Los niños nos quedamos en la casa cuidando los animales.

En Vícam, el médico les dijo que no tenía ni la menor idea de qué tenía el muchacho. Entonces se lo llevaron a Obregón. Allá le hicieron estudios de todo, lo revisaron de todo, lo vieron todos los especialistas, pero no le encontraron nada. Es más, todos los facultativos dijeron que nunca habían visto a nadie que, estando tan sano, se viera tan mal.

La Gloria se aferró a las escasas esperanzas que le daban los médicos, empezaron a gastar mucho dinero y a vender los animales. Por esos días, Ramón tuvo que contratarse en los cultivos de los alrededores para hacerse de ingresos extra.

En una ocasión, la Gloria me mandó a llevarle lonche. Tendría yo entonces unos seis años. Le puse el freno a un caballo y me fui a pelo rumbo a las tierras de los Tagíncola. Encontré a Ramón paleando para controlar el agua del riego. Dejó la pala clavada en un bordo y se sentó a comer. Lo acompañé comiéndome dos tacos. Habiendo comido, Ramón me ordenó que me fuera porque pronto iba a oscurecer. Para llegar a la casa, tenía que pasar un mezquital y allí sucedió algo que me resultó muy extraño.

De pronto noté que muchas aves muy grandes volaban a mí alrededor mientras galopaba. Eran búhos y eran tantos que estorbaban el avance del caballo y sus alas casi rozaban mi cara. Cuando salí del mezquital, las nocturnas aves se alejaron desapareciendo de mi vista; respiré aliviado, pero cuando llegué a la casa, estaban en el techo, en los árboles del rededor y hasta se peleaban por un lugar en el palo donde se ponían los arneses y las monturas.

Que los búhos invadieran la casa era, para la Gloria, una clara señal de malagüero. Y no solamente por la creencia mexicana de que alguien muere cuando el tecolote canta, sino por la rareza de que empezaran a contravenir sus arraigados hábitos nocturnos.

CONTINUARÁ…

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