Capítulo IV de “Desde Lejösburgo”, novela por entregas de Jorge Tadeo Vargas.
No estaba muy seguro de que realmente hubiera visto a la niña; de pronto me imaginé que era un fantasma en una casa abandonada, era imposible pensar que era real; una pequeña niña con una blusa amarilla con grandes flores de colores, en calzones, su cara manchada y unos grandes ojos negros inexpresivos, es decir, los ojos de los niños siempre dicen algo, tristeza, alegría; los de ella solo mostraban desolación.
La primera vez que me habló llegó y se sentó a mi lado en una de las bancas frente a la estatua de Benito Juárez. Yo estaba leyendo un libro que recién me había robado de la librería de la Universidad; una práctica que lleve a cabo los tres años de preparatoria y por lo cual mi biblioteca logro ser bastante amplia, al menos eso decían los amigos que iban a mi casa. No le preste mucha atención; pasaba seguido que dos desconocidos compartieran una banca por un lapso de tiempo determinado, así que no era la primera vez que alguien se sentaba a mi lado, no tenía por qué ponerle atención a esa persona. Continué leyendo hasta que sentí que me tocaba el hombro. Volteé a verlo y lo reconocí de inmediato. Lo había visto muchas veces caminado por el Jardín con sus novias como llamaba a las prostitutas que trabajaban para él. Otras veces lo vi solo o platicando con algún bolero u otro personaje de los cuales no siempre sabía que hacían por ahí, aunque lo sospechaba, eran gente del Gorila. Generalmente lo evitaba; conocía su historia con La Güera y de entrada ya tenía problemas con él, así que era mejor no hablar mucho.
Él tampoco se veía que tuviera ganas de entablar una relación conmigo, yo era un personaje periférico que no tenía mucho que ofrecer a menos que te gustara el Hardcore o el Metal Extremo, el tape trader que mantenía con gente de todo el país y el extranjero me había hecho muy popular entre los punks y metaleros que frecuentaban el Jardín para intercambiar cassettes grabados por nosotros mismos. En esos años era la mejor manera de conseguir música; el intercambio vía correo postal fue un ejercicio que hice hasta mediados de la Universidad; aún conservo algunos amigos que hice mediante este método de conseguir música que de otra forma no podría haber escuchado jamás.
Cuando sentí su mano en mi hombro volteé a ver quién era y vi su cara sonriente mirándome fijamente. No quitó su mano de mi hombro, al contrario, sentí sus dedos cerrándose como si quisiera que no me le fuera a escapar, aunque no tenía pensado irme. No había una razón, así que lo salude con un “¿qué tal?” a lo cual respondió con un par de palmadas en mi hombro, me quito su mano y me pregunto si podía hacerle un favor.
– ¿Qué tipo de favor? – Le pregunté.
– Nada de peligro, solo necesito que recojas un paquete por mí. No te lo pediría, pero la policía me tiene muy vigilado y tú no levantas sospecha. Te ves como un muchacho normal, sin broncas. ¿Yo? Nada más veme, parezco un pinche padrote cojo y drogado – Dicho esto se soltó a reír como estúpido y no paraba de hacerlo. Yo solo lo veía sin decir palabra hasta que dejo de reír y me vio seriamente.
– Entonces, ¿Lo harás? –
– ¿Por qué me lo pides a mí? ¿No puede hacerlo una de tus novias o de tus amigos de por aquí? Es que no me conoces lo suficiente como para pedirme un favor de ese tamaño. Y no sé si quiero hacértelo.
– Mira compa – Me dijo, ya con un tono muy serio – te lo pido a ti porque La Güera me dijo que tú lo puedes hacer sin riesgo, eres uno de esos que nunca se mete en broncas. Y lo de la confianza es lo de menos, si tratas de chingarme, te chingo antes. ¿Como ves?
Su cara había cambiado por completo. Ya no era el tipo sonriente que acostumbraba ver orgulloso caminando por el Jardín, sin importarle su cojera. Ahora estaba alerta, se le notaba en su forma de verme, de sonreírme sin mostrar una sola expresión en su cara. Entonces entendí que podía ser peligroso decirle que no y aun así lo intente, dándole los mejores argumentos que se me ocurrieron en ese momento.
– No es que no quiera Lupillo – era la primera vez que lo llamaba así – pero si dices que la policía te tiene vigilado y te está viendo platicar conmigo, ¿no crees que sospecharan si me levanto y voy por tu paquete a donde me digas? Creo que no es seguro. Si no, lo hacía con todo gusto – sin darme cuenta yo solo me había puesto la soga al cuello.
–Si no tienes que ir de inmediato; la onda es que vayas después de las cinco y los chotas; esos pendejos están tan acostumbrados a que yo hable con todo el mundo que, si tuvieran que vigilarlos a todos, no les alcanzarían las patrullas. Nos vemos como a las cuatro y media con el Eddy para encaminarte a dónde vas a recoger el paquete.
Sin poder decirle nada más, se levantó a comenzó a caminar hacia la Cuna Mágica. Nunca pensé que una persona con su problema en la pierna pudiera caminar tan rápido.
Consulté la hora con el primer jubilado que me tope que me dijo que eran las tres y media. Me quedaba media hora para intentar buscar algo de comer entre los puestos del Jardín. Sabía que si me iba a la casa no regresaría y lo más probable es que no pudiera regresar de nuevo. No estaba dispuesto. Además, como bien lo decía La Güera, soy uno de esos tipos que nunca se meten en problemas. Busqué una carreta de hotdogs y me comí uno. Después me quede un rato subiendo y bajando bancas en mi patineta hasta que un policía, que ya me conocía me regaño y me dijo que buscara otro entretenimiento. Me encaminé con el Eddy que ya se preparaba para irse, me despedí de él y me senté a leer de nuevo hasta que llego. Se volvió a sentar a mi lado sin decir nada y me puso la mano en el hombro como la primera vez. Solo que esta vez sí me sobresalte.
– Tranquilo, que ya comí – Me dijo riéndose – ¿estás listo?
– Ya – Le contesté – vámonos; te sigo.
Nos fuimos caminando juntos hacia uno de los barrios cercanos al Jardín.
Para los que no conocen la ciudad; el Jardín Juárez está ubicado en la zona fronteriza del Centro Histórico de la ciudad y los barrios marginales más antiguos; es decir barrios que en la última década del siglo XX ya no eran de los más pobres de la ciudad, pero aún continuaban siendo zonas de mucho peligro. Eran lugares donde vivían muchas de las personas que hacían negocios en el Jardín y sus calles aledañas.
Subimos hacia el barrio de la Cañada, que tenía su nombre por haberse formado en una cañada del cerro del Coloso y tenía fama de ser uno de los más peligrosos de toda la ciudad. Yo caminaba unos pasos detrás de Lupillo sin decir nada, los dos caminábamos en completo silencio. No había mucho que decir. Ya en el barrio, bajamos un par de cuadras y estábamos completamente dentro de la formación geológica que le daba nombre al barrio, donde estaban unas cuantas casas, la mayoría en un estado de semi-abandono. Yo no podía creer que viviera gente ahí.
Una vez dentro de la cañada, Lupillo se me acerco y me dijo que caminara hacia la casa del fondo “Es una casa rosa” me dijo.
– Pide hablar con el Tuerto y dile que vas de mi parte. Él te va dar un paquete que me tienes que ir a dejar con el Juan en la panadería –.
La panadería la Rosa, era de los pocos negocios que había resistido el paso del tiempo. Nació en los tiempos boyantes del Jardín Juárez. Y resistió las dos crisis más fuertes que le pegaron a la zona. Con el paso del tiempo, la panadería. Se convirtió en un punto de venta más de los que tenían los Hermanos López.
Yo no sabía que Lupillo tenía negocios con los Hermanos, tal vez ni siquiera los tenían, tal vez estaban iniciando un negocio independiente. Aunque era predecible que las cosas no podían salir bien, los Hermanos no toleraban la competencia, especialmente en el Jardín Juárez y “el tijuanita”. Creo que los primeros hechos de violencia por parte del crimen organizado se dieron entre el Lupillo y los Hermanos López. Meses después de mi primer encuentro con Lupillo, en plena crisis por parte de él, con las muchachas huyendo de su lado, cuando perdió toda su credibilidad, las amistades; se le veía caminar como león enjaulado por el Jardín, llego a la silla del Pelón con un picahielos y se lo clavó en el cuello delante de mí; verlo correr después de esa acción me impresionó mucho más que la cantidad de sangre que le salía del cuello. Corría como si su pierna se hubiera curado de pronto; como si nunca hubiera tenido polio. Nunca más lo volví a ver, aunque los amigos me platicaban que cambio su residencia a otra ciudad donde continúo con su forma de vida, es decir, estafando mujeres para meterlas a trabajar de prostitutas. Siguió siendo un padrote cojo y drogado.

Barrrio La Cañada de los Negros, Hermosillo. Foto: Uniradio.com
Todo esto pasó mucho tiempo después de encontrarme parado frente a la última casa de la cañada dentro del barrio de la Cañada. No parecía que hubiera gente dentro, se veía abandonada, llena de maleza, mierdas de perros, un olor muy desagradable. Entré por el jardín donde un par de perros me gruñeron, sin más afán de mostrar su presencia, pues ninguno de los dos se levantó o hizo un intento de morderme. Toqué la puerta y me abrió una niña que no tenía más de cinco años. Le pregunté por el Tuerto y sin contestarme nada, se dio la media vuelta y se fue dejando la puerta abierta. No estaba muy seguro de que realmente hubiera visto a la niña; de pronto me imaginé que era un fantasma en una casa abandonada, era imposible pensar que era real; una pequeña niña con una blusa amarilla con grandes flores de colores, en calzones, su cara manchada y unos grandes ojos negros inexpresivos, es decir, los ojos de los niños siempre dicen algo, tristeza, alegría; los de ella solo mostraban desolación.
No podía ser real. Esto lo pensaba mientras cruzaba la puerta abierta y entraba a una sala donde estaban dos sillones bastante roídos, una mesa de centro con rastros de cocaína o metanfetamina, un mueble con una televisión y dos niños sentados frente a ella viendo caricaturas. La niña que pensaba no era real era una de esos dos niños. Les pregunté de nuevo por el Tuerto y el mayor de los niños le grito a su mamá. De la cocina salió una señora que no mostró sorpresa alguna al verme y con una mirada me pregunto qué hacía. Pregunté por el Tuerto y me señalo sin hablar una puerta; la única puerta cerrada. Me acerqué y toqué sin recibir respuesta. Lo volví hacer un par de veces hasta que escuché un grito de que pasara y entre.
El tuerto, que en ese momento lo reconocí, era uno de los vendedores de drogas del “tijuanita”, lo había visto un par de veces con La Güera y rondando por esas calles. Después desapareció. El Kiko que era mi enlace con la zona de la Cañada, me había platicado que por culpa de la heroína los Hermanos le habían quitado la concesión de la venta de drogas. Ahora solo se dedicaba a drogarse en casa. Su esposa limpiaba oficinas por la noche y así más o menos sobrevivían. La muchacha que me dijo dónde encontrarlo era su cuñada, igual que él, era una adicta a la heroína. La había visto un par de veces en “el tijuanita” tan drogada que no sé si conseguía clientes; es difícil pensar que pagues por llevarte a la cama a una mujer que no es sino un pedazo de carne sin voluntad, ni capacidad de sentir o dar placer. Pero ahí estaba, intentado trabajar.
Cuando entré al cuarto; el tuerto estaba sentado en la cama en calzones, sin ropa. Su esposa se fumaba un cigarro de mariguana que tenía el cuarto lleno de humo y en una mesita de noche estaba una bolsa con metanfetamina, lo reconocí por el color más amarillo que blanco y todos los utensilios para inyectarse. El único ojo del Tuerto que había perdido cuando era niño jugando béisbol, donde recibió un pelotazo en el ojo izquierdo, el cual lo perdió antes de llegar al hospital y ahora usaba un ojo de vidrio, tan falso que nunca pudo deshacerse del apodo del tuerto. Cuando se drogaba, sus dos ojos cobraban esa consistencia vidriosa que no lograbas saber con cual te estaba viendo. Esto y además su mirada perdida en el vacío total.
– Me mando el Lupillo – Le dije, intentando salir lo más rápido posible de ahí.
Me vio con su mirada perdida y me dijo que me sentara. No lo contradije, busqué una silla y me senté. Me pregunto mi nombre. Se lo dije. Todo esto pasaba mientras se preparaba una dosis de metanfetamina en una cucharada de lo más oxidada. Observe sus brazos llenos de llagas y costras, sus piernas se veían igual. Cicatrices de su adicción. Marcas de sus placeres.
En todo este proceso se olvidó de mí; pasé a ser un mueble más. Lo vi preparar la jeringa con la mezcla de sustancias químicas. De pronto se bajó los calzones, su mujer se acercó, se hinco ante él y comenzó a chuparle el pene hasta conseguir que este tuviera una erección, amarro una liga en la parte más baja del pene y se inyectó directo en el glande. Se dejó caer en la cama y después de unos gemidos parecidos a un orgasmo se quedó dormido. Yo no sabía qué hacer. No solo la escena que acaba de ver era lo más surrealista que había visto en mi vida, sino que, con el tuerto dormido, no había quien me diera el paquete de Lupillo, que, aunque no me había dado una hora determinada para llevarle el paquete, me daba pavor imaginar que el pudiera pensar que me quería robar su droga.
Le pregunté a su esposa que seguía sentada en el suelo, en la misma posición que tomó después de ayudarlo a conseguir la erección, si ella sabía dónde estaba el paquete del Lupillo. Solo sonrió; se hizo una cola y viéndome fijamente me dijo.
– ¿Quieres que te la mame? Lo puedo hacer por cien pesos –.
Volteé a ver al tuerto que seguía sin dar señales de vida, desnudo sobre la cama, fuera de este mundo. Su esposa se paró y se acercó a mí. Cuando estaba frente a mí se agacho y me desabrocho los pantalones. En verdad no sabía qué hacer. Me quede estático, mientas ella me besaba y se llevaba mi pene a su boca. La sentí moverse con el dentro de su boca, acariciarme mis testículos hasta llevarme a un orgasmo que todo término en su boca. De igual forma se levantó a la par que me subía los pantalones. Aun con mi sabor en su boca me dio un beso profundo y salió por la puerta.
Me senté de nuevo tratando de asimilar todo lo que había sentido y visto. No sé cuánto tiempo estuve sentado con mi cabeza entre las manos hasta que escuché que alguien entraba de nuevo. Era la esposa del Tuerto que entraba con un paquete en la mano.
– Esto es por lo que venías – Me dijo – dile a Lupillo que esperamos el pago para fin de mes.
Le dije que no tenía dinero, señalando mis pantalones.
– No te preocupes; es un regalo de mí para ti, que se puede repetir cuando quieras. Aquí estoy siempre por las mañanas –.
Salí de la casa con el paquete en la mano, sin saber muy bien si todo lo que había pasado era real o no. Subí por la cañada hasta llegar a una calle donde pudiera patinar, metí el encargo de Lupillo en mi mochila y me fui rápidamente hacia la panadería.
En todo este tiempo que a mí me pareció eterno, no había pasado más de tres horas. Llegué a “el tijuanita” aún con un poco de luz y me fui directo con el Juan a dejarle el paquete. Le dije que iba de parte del Lupillo y me pidió que lo acompañara a la zona donde hacen el pan. Saqué el paquete de mi mochila y se lo di. Le pregunte si el me daría algo para Lupillo y me dijo que no, pero que me llevara todo el pan que quisiera.
– Yo invito – me dijo mientras regresaba a su puesto en la caja.
Yendo hacia la casa en la esquina de la central de autobuses que iban hacia la costa agrícola, me encontré al Lupillo con una de sus novias.
-– ¿Todo bien, muertito? – Me dijo sin voltear a verme
– Sí –le contesté – todo bien con el tuerto y con el Juan. Nos vemos al rato.
– Gracias, morro, te debo una.
No le contesté. Seguí mi camino hacia la casa, sin ganas. De las pocas veces que me movía solo sin usar mi patineta. Solo caminé intentando no pensar.