Por Alejandro Valenzuela/VICAM SWITH
Volví a ver a Pablo Plascencia veintiún años después de la huelga del CETA 26. Entonces yo vivía en Tijuana y él se encontró a unos alumnos míos con quienes me mandó un mensaje escrito con un número de teléfono y otro verbal: “Salúdenme al cabroncito, yo le enseñé todo lo que sabe” –les habría dicho refiriéndose a mí.
Esa noche llegó a mi casa acompañado de su hermano. Mientras bebíamos cerveza, enhebró una plática alucinante. Apenas se había sentado cuando me dijo: “Simón Martínez López me ha salvado la vida”.
Sucedió que un primo suyo lo recomendó con el entonces candidato a gobernador de Sonora y el poderoso personaje le encomendó organizar a los rudos rancheros de la sierra a cambio de un alto puesto en el gobierno del estado. “En tres patadas me los eché a la bolsa” –fanfarroneó. Ganadas las elecciones vio que la promesa se hizo agua, montó en cólera y, parafraseando al guerrero Túpac Katari, le dijo que volvería y serían miles…
Se fue a Navojoa y, casi para llegar a su casa, oyó el estallido. El primo, con el que había quedado de verse, se adelantó y cuando abrió la puerta (tenía llaves) explotó una bomba puesta para acabar con la vida de Pablo. Se levantó una nube de polvo y humo y vio al primo todo chamuscado. En eso llegó el hermano, oyeron una sirena y el Pablo comprendió que no veían a rescatarlo, sino a rematarlo. Subieron al primo a la camioneta, salieron rumbo al campo aéreo (el hermano era piloto de avionetas fumigadoras) y a toda prisa emprendieron el vuelo rumbo a los Estados Unidos. Al cruzar la frontera internacional un par de aviones de combate se le emparejaron y les ordenaron regresar; el Pablo instruyó al hermano para sostener el rumbo; el hermano les dijo por la radio a los pilotos gringos que traía un herido grave; los pilotos gringos le dijeron que los iban a derribar; el Pablo tomó el radio y les dijo que los derribaran, pero que no regresarían; los pilotos gringos, viendo la determinación de aquel hombre, escoltaron la avioneta e hicieron que la policía despejara la Buckeye Road y aterrizaron junto al estacionamiento del hospital Phoenix Memorial Center.
A salvo el primo, el Pablo regresó a Hermosillo y su situación económica se degradó a grado tal que andaba cargando botes de cemento en el noble oficio de la albañilería. Allí se encontró a Simón Martínez López que, con esa rara inteligencia que lo caracteriza, entendió que a donde lo iban a llevar sus excepcionales cualidades como líder sería a la muerte. “Mejor pon tierra de por medio” –le habría dicho Simón.
El Pablo y su mujer se fueron al Monte y allá nacieron sus hijos. Con el paso de los meses notó que el mayor tenía cualidades tan extraordinarias (a sus tres años de edad podía levantar objetos muy pesados, dominaba a los otros niños con el simple peso de su mirada y abría puertas con la pura fuerza de su mente) que la NASA se lo pidió para instalarle en el cerebro unos complicados programas espaciales. Se negó. Una mañana se asomó por la ventana y vio su casa rodeada por la policía de asalto de los Estados Unidos. Encerró a su familia en una recámara y él, atrincherado detrás de los sillones de la sala armado con una escopeta recortada, se dispuso a enfrentar a las fuerzas del capitalismo. Viendo su determinación, los federales se retiraron en espera de una mejor oportunidad.
“Préstame el baño” –me dijo levantándose de la silla– y nos quedamos solos el hermano y yo. Hubo un largo silencio y luego dijo: “Son puras mentiras”. Iba a decir más pero oyó el fluir del agua en el baño y otra vez guardó silencio.
No volví a saber de él hasta hace poco. Me llegó un mensaje que decía: “Quiúbole, Buho de Vícam”. Era del Pablo. A los días nos encontramos en Hermosillo, en casa de su hermana. Lo primero que me pidió es que no le dijera a nadie que me había visto porque había que cuidar la clandestinidad. Sin más preámbulos me dijo: “Está en marcha una conspiración internacional. Lo del virus es puro pedo, igual que el Sida”. Allí me enteré que los muertos se habían muerto de otra cosa, pero los estaban haciendo pasar por víctimas de la pandemia para sembrar el terror. Puso como ejemplo a nuestro amigo Alfredo Castro Lugo y me preguntó que si yo había visto la autopsia. Dije que no y él exclamó “¡ahí está!”, como si hubiera encontrado una prueba irrefutable. El precio de vivir –agregó– es dejarse poner la vacuna para inocular un chip con el que dominan a la gente. Le informé que yo ya me había vacunado. En ese momento se puso el dedo índice en forma vertical sobre la boca cerrada, sacó un cuaderno y una pluma y por un rato estuvimos escribiendo lo que nos decíamos hasta que me despedí. Escribí: “Ya me voy, nos vemos en Vícam”. Nos despedimos con un abrazo y lo único que volví a ver de él, pocas semanas después, fue la cajita donde estaban sus cenizas en el homenaje que le hicimos en el CBTA de Vícam.
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