Por Alejandro Valenzuela/Vícam Switch
Como otros comerciantes, Oscar Jacobo había llegado como vendedor ambulante de ropa usada que exhibía en un catre a la orilla de la calle principal. Como una estrategia de penetración comercial tan simple como efectiva, a todo el mundo le decía compadre. Así, la tienda del Compadre (donde atendía la Comadre) llegó a ser uno de los comercios más prósperos del lugar debido también a un detalle tecnológico: puso, en lo alto de un poste, bocinas que apuntan a los cuatro puntos cardinales. Por ese sistema de sonido transmitía la programación normal de la popular Radio Centro, excepto los comerciales. Cuando la emisora intercalaba un espacio de anuncios, el Compadre desconectaba la radio y anunciaba sus mercaderías.
Además de mensajes varios, en diciembre las familias usaban ese medio de comunicación para mandarse saludos, parabienes y felicitaciones. En esos días finales del año, por las bocinas desfilaban los nombres de las familias Aboyte, Acosta, Aguiar, Alarcón, Amador, Amézquita, Ángulo, Aquino, Arballo, Bacasegua, Basomea, Baumea, Buitimea, los Barullo de Juan, Barra, Bajo, Bernal, Bogarin, Borboa, Castro Lugo, los Camalones Cervantes propiedad privada de la profesora Lola Ojeda, los Cruz, los Cuevas del Chúcata, los Cuervos Quéhorasales, Durán, Estrella, Evangelista, Félix, los Franco de Ramón el vaquero, los Flores, los Galindo de Bardomiano, de Gelacio y de Leandro, los García del Chago, Gocobachi, los Green de la Chayito, los Guachinangos Sandoval, Guerrero, los Haro del Chuy Lagunilla, Hurtado, Iturbide, Jara, Jiménez, los Lagarda de don Reginaldo, los López de la Chana y el Caruy, los Lugo del Machaco, Luna, los Leyva del Neto, los Márquez en sus dos versiones, Mendoza, Mexía, Montiel, Mora, Morales, Ochi, los Ochoa de múltiples denominaciones, Ortiz, los Osuna y los Ozuna, Othon, Pándura, Ponce, Puertas, los Quintero del Tiraceite, Riestra, Salomón, Santacruz, los Sánchez en sus múltiples versiones, Soria, los Soto del Salpullido y los del Lore, Talamante, Valdez, los Valencia del Apache, los Vázquez del Chemo, Vidaurrázaga, Yánez, Urquidez, Vilchis, Zavala… y sígale usted porque la lista era muy larga a pesar de que podían haber cruzado la calle y darse los abrazos en vivo, aunque eso hubiera implicado quitarle el glamour de oír a los cuatro vientos el nombre de la familia.
Muchas veces, la picaresca popular armaba espontáneos sainetes callejeros para imitar esa amistosa costumbre. “Ay, sí –decía el Chuconelo, apodo que venía de la contracción de Pachuco Balvanedo, que se anunciaba como pintor de casas a domicilio–, yo le mando abrazos a la Justina Cachecuero”… Y seguía la lista de los invocados: el Cacalino, el Cara de Cinco, el Capulita, la Chayo Changa, el Chupas, el Colindres, el Cuarenta, el Cuervo, el Culebrita, el Diego Motor, el Gallo, el Iguana, el Kinkas, el Mamut, el Mano Frita, el Minuto, el Ocho, el Pantera, el Patón, el Peterete, el Poca Luz, la Rompecatres, el Tajuma, el Tapir, el Teleburro, el Tracas, el Trapo, los distinguidos personajes del barrio de las Cuatro Leches (Poca Leche, Come Leche, Mucha Leche y Sin Leche, además del Gordo Lechero, exiliado del barrio), y aquí también sígale usted que la lista es más larga aun.
En esos tiempos, la diversión dependía enteramente del estado de ánimo… de ese ánimo carrilludo en el que todos eran el objeto de la burla de todos por todo y por nada. Las opciones eran tan escasas que la raza se juntaba todas las tardes en la plaza para darle duro a esa alegría sin muchos sustentos.
Si uno no tenía la suerte de encontrar pronto a los amigos, se enfrentaba al viacrucis de recorrer el pueblo buscándolos. Como dijo el finado Alfredo Castro Lugo, en aquellos tiempos remotos, el teléfono celular no formaba parte ni siquiera de la ciencia ficción, así que si querías ver a alguien, te ibas a su casa arriesgándote a no encontrarlo y tener que recorrer el pueblo de punta a punta. Buscando a los amigos, preguntando en las esquinas por ellos, uno podía terminar en tertulias totalmente impredecibles cuando salías de tu casa. Afortunadamente, el grupo con el que yo me juntaba tenía dos refugios: la casa de doña Magui Aguiar, alegre, generosa y cantadora, que nos alcahueteaba casi todo, y la de los Apaches, donde la Virginia nos recibía y nos cuidaba con actitud maternal a pesar del desmadre que armábamos.
CONTINUARÁ…
Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921
Foto: https://www.facebook.com/vicam.switch