Por Alejandro Valenzuela/Vícam Switch

Un día de diciembre de 1975, entró a Vícam una reluciente pipa cargada de tequila con un hoyo en el lado por donde salía un grueso chorro del embriagante líquido. Eso fue, poniéndonos espirituales, como una de esas bendiciones caídas del cielo porque hacía más de un mes que el recién designado gobernador, Alejandro Carrillo Marcor, había mandado cerrar todas las cantinas del pueblo, que no eran pocas.

El 23 de octubre de ese año, la policía desalojó a los campesinos de San Ignacio Río Muerto, que habían invadido el block 717 del valle del yaqui, asesinando a siete de ellos. El gobernador Carlos Armando Biebrich prometió que “se hará justicia, llegaremos hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga”. El único que cayó fue él, y no por un asunto de justicia, sino porque había caído de la gracia del presidente.

El mismo presidente nombró como sustituto a Alejandro Carrillo Marcor, viejo cardenista que lo único que recordó del cardenismo es que el decreto de restitución del territorio a los yaquis prohibía la venta de bebidas alcohólicas. A pesar de esa prohibición, Vícam prospero por medio de un engranaje donde las cantinas jugaban un papel crucial.

El engranaje funcionaba así: Las treinta mil hectáreas de cultivo eran sembradas, administradas y cosechadas por el Banrural que, al final del ciclo agrícola, entregaba la liquidación; al salir del banco, los yaquis recién liquidados se encontraban con los comerciantes que, libreta en mano, les cobraban el mandado que les habían fiado por seis meses; pasada la aduana de la deuda, estaba la línea de los músicos, ofreciendo sus servicios basados en una tarifa por canción y entre varios contrataban un conjunto; después contrataban dos taxis, uno para ellos y otro para los músicos; daban unas vueltas por las calles del pueblo antes de recalar a la cantina de su preferencia. Allí terminaban de gastar el dinero.

Dicen los que estuvieron entonces que en la madrugada salía de sus casas una pequeña multitud de chamacos que recorrían las calles del centro buscando borrachos botados para bolsearles lo poco que les hubiera quedado.

Las mujeres visionarias, hacían que el marido, al salir del banco, les diera una parte del dinero cobrado, con lo que se iban a las tiendas y se ajuareaban de ropa, zapatos y de algún gustito muy necesario para la vida femenina e infantil. También compraban algo de despensa que les duraba unos cuantos días. Terminadas las reservas, reiniciaban el ciclo.

El día que cerraron las cantinas, Vícam se veía como abandonado. Un polvo a ras del suelo recorría las calles solitarias mientras las familias en sus casas se preparaban con desgano para la Navidad.

Cuando la pipa entró al pueblo arrojando un chorro de tequila por la herida del costado, la gente que andaba en la calle, y que ya había caído en estado de resignación, lo vio como una aparición. El relumbroso transporte etílico entro por la calle principal, dio vuelta junto a la comisaría y se estacionó a un costado de la plaza, frente a la Escuela Secundaria Federal Lázaro Cárdenas.

Como en Vícam hay muchos conocedores, no faltó quien, con el puro olor, empezara a esparcir con algarabía la buena nueva: ¡Es bacanora!, es ¡bacanora!, gritaba emulando a Rodrigo de Triana cuando, desde la Pinta, la Niña y la Santa María, vio por primera vez tierras americanas.

La noticia corrió por el pueblo, la alegría retornó a los hogares, la gente salió a las calles cargando baldes, cubetas, bidones, tambos, botellas y todo aquello que pudiera servir de recipiente. Rápidamente se hizo una fila que pronto llegó hasta la caseta donde la familia Chacón Bacasegua vende los mundialmente famosos tacos de nada. La borrachera empezó esa misma tarde y todavía en febrero uno podía encontrarse borrachos con pipanora.

CONTINUARÁ…

Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921