El crimen se ha incrustado en los recovecos de la selva chiapaneca y avanza imparable por el estado, al amparo de omisiones, burocracia y falta de voluntad políticas de los gobierno . “Nos dejaron solos ante este problema”, denuncian autoridades comunales
En los dos años recientes, al menos en cinco ocasiones las autoridades de la comunidad Zona Lacandona, ubicada en la frontera de México con Guatemala, acudieron con funcionarios de los tres niveles de gobierno para pedir acciones que frenaran el avance de grupos del crimen organizado en esta región. Nadie les escuchó. Los grupos criminales se apoderaron de pistas de aterrizaje, controlaron caminos y expulsaron a pobladores de las comunidades rurales e indígenas.
Pero de esto poco hablan las personas afectadas. El miedo a las represalias es grande. Saben que han sido abandonados por el Estado.
El 20 de marzo pasado, en su conferencia matutina, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dijo que en esa zona había pistas clandestinas que eran usadas por cárteles de la droga, y habló de la participación de la población local.
La versión del presidente no sólo criminalizó a la población, sino que invisibilizó los llamados de auxilio que hicieron, señalaron autoridades de tres de las comunidades más grandes de la selva: Chankin Kinbor Chambor, Enrique Andrade Vázquez, subcomisariado de Frontera Corozal, y Emilio Bolom Gómez, subcomisariado de Nueva Palestina.
“Nos dejaron solos ante este problema”.
Chankin Kinbor Chambor, presidente del Comisariado de los Bienes Comunales de la Zona Lacandona
El narco que «borra fronteras»
La frontera entre México y Guatemala tiene poco menos de mil kilómetros lineales, dos terceras partes colindan con el estado de Chiapas. En una fracción de esta región, del lado guatemalteco está la selva del Petén y, del mexicano, la Lacandona.
La vegetación espesa en algunas áreas, los ríos caudalosos, la distancia entre comunidad y comunidad, y las limitadas vías de comunicación por donde atravesar la selva, sirvieron durante años como barrera natural para evitar que cárteles de la droga y del crimen organizado se asentaran en la región, a pesar de que las carreteras que la bordean han sido usadas para el tráfico de armas, drogas y personas que provienen del sur del continente.
Esta situación cambió radicalmente desde finales de 2019, recuerdan pobladores entrevistados para este reportaje.
Un campesino de origen tseltal que pide no ser identificado explica que en su comunidad, ubicada en el corazón de la selva, hay una pista de aterrizaje para avionetas que se construyó cuando sus abuelos y bisabuelos llegaron a poblar el lugar; esta era la única vía de salida ante una emergencia. La otra salida era caminar varios días hasta llegar a un camino de terracería o carretera. Con los años, más caminos se fueron abriendo y la pista quedó sólo para sacar enfermos, o cuando ocasionalmente llegaban a la zona brigadas de salud o servidores públicos de alguna institución de gobierno que querían evitarse el sinuoso camino por tierra. Sin embargo, a finales de 2019 y principios de 2020 llegaron hasta su comunidad algunas personas que prefiere no identificar.
“Llegaron para pedir rentada la pista. Dijeron que era para llevar mercancía, pensamos que eran medicinas para repartir en la zona, y como hay necesidad de que llegue la medicina y las vacunas, aceptamos. A otras comunidades (donde también llegaron) les dijeron que les iban a pagar por el uso de las pistas, y también aceptaron”.
“Luego -narra- llegaron con paquetes y cajas, llevaban armas grandes, no eran rifles (de caza) ni pistolas; eran otras. Nosotros tuvimos miedo, vimos que no se trataba de algo bueno pero ya no podíamos negarnos porque se empezaron a quedar en la comunidad. A quien se opuso lo amenazaron, lo golpearon; mataron a algunos y dejaron sus cuerpos despedazados, como si fueran animales (…) tuvimos que abandonar nuestra tierra. Otros se quedaron ahí por el miedo, porque no tienen a dónde ir”.
Él, su esposa, hijos, y otras familias más, abandonaron la comunidad.
Someter a la oposición: asesinato y desplazamiento forzado
La Selva Lacandona ocupa formalmente 1.8 millones de hectáreas. Ahí hay decenas de pequeñas comunidades, unas con 10 familias y otras con más de 20 mil personas. Se trata en su mayoría de de indígenas tseltales, algunos tsotsiles, un grupo de lacandones, y quienes llegaron de otros estados del país a mediados del siglo pasado en busca de tierra.
Legalmente, la Lacandona forma parte de los municipios de Las Margaritas, Altamirano, Ocosingo, Palenque, Maravilla Tenejapa, Marqués de Comillas y Zamora Pico de Oro. Los lugares actualmente más codiciados por los cárteles en esa región son los que les permiten transportar, guardar y redistrubuir su mercancía sin que haya protestas o vigilancia.
En un video al que se tuvo acceso para este reportaje, y que fue grabado por pobladores que habitan en lo que se conoce como la zona del Río Negro, una subregión de la Lacandona, se observa el interior de una casa; en el centro hay una mesa de tablas y sobre ella, un ataúd; campesinos colocan dentro del féretro las piezas de un cuerpo. Como si se tratara de un rompecabezas, van acomodando piernas, brazos, torso.
Hay en el piso un incensario del que emana humo de resinas, con el que intentan amortiguar el olor del cuerpo en descomposición porque ahí la temperatura supera los 30 grados centígrados. Alrededor, observando, hay hombres campesinos; también una mujer vestida con el atuendo colorido característico de las habitantes tseltales de la selva, llora desconsolada; hay niños con los rostros angustiados. Como pueden, arman el cuerpo y lo visten con una sábana blanca para sepultarlo con la mayor dignidad posible.
Tras el asesinato y tortura del campesino que, ahora se sabe, fue por oponerse a que en su terreno grupos del crimen organizado instalaran una nueva pista de aterrizaje, 88 personas de esa región, la mayoría niños y niñas, tuvieron que abandonar la zona.
Fueron de los primeros desplazados por los cárteles en la selva Lacandona.
Una reja en medio de la selva
En comunidades más grandes, personas de la localidad iniciaron -o aumentaron- el consumo de droga. Testimonios narran que algunos habitantes, por miedo o por convicción, empezaron a colaborar activamente en el tráfico de personas y mercancías.
Los líderes de los Bienes Comunales de la Zona Lacandona narran que, a mediados de 2021, las amenazas de los grupos del crimen se dirigieron también hacia ellos.
Ante la desconfianza que les generaban las autoridades del gobierno de Chiapas, a quienes habían notificado de estos hechos sin que hicieran nada, se enfocaron en pedir el auxilio al gobierno federal.
“Se planteó directamente al gobierno federal, se pidieron medidas a la Secretaría de Gobernación. Por el tema de la seguridad no queríamos que se enterara el gobierno del estado, pero el primero que se enteró fue el gobierno del estado”.
Chankin Kimbor
Él, como presidente de los Bienes Comunales, fue amenazado directamente para impedir que continuará con las denuncias.
“Pero la gente en la asamblea nos exige que busquemos la solución (…) acudimos con Alejandro Encinas -Subsecretario de Derechos Humanos Población y Migración de la Secretaría de Gobernación- y lo que él hizo fue solicitar medidas cautelares de protección para mi; pero ¿de qué sirve tener una casa con reja en medio de la selva? Es como si estuviéramos en una cárcel”.
La burocracia ataja los llamados de auxilio
Entre 2021 y 2022 la presencia y violencia de estos grupos se hizo insostenible, “fue cuando se dieron más asesinatos, decapitados, descuartizados; entonces, en las asambleas de las comunidades insistieron en que buscáramos como solucionar esto. Acudimos nuevamente con el gobierno de Chiapas”, explican en entrevista Chankin Kinbor, Enrique Andrade Vázquez y Emilio Bolom Gómez.
“Una de las primeras reuniones de 2021 la tuvimos con el Fiscal de Justicia de Chiapas, Olaf Gómez Hernández. Ahí, él claramente nos dijo que esos eran delitos federales, que el gobierno no podía intervenir, que lo viéramos con el Ejército, con la Fiscalía de la República. Pasó el tiempo, vino la pandemia y la situación empeoró”, dice Chankin.
Enrique Andrade detalla que entonces hablaron con el personal del Batallón Militar que hay en Frontera Corozal, y con la Marina, institución a la que corresponde la vigilancia por el río Usumacinta, que separa México con Guatemala.
“Ellos nos respondieron que no podían intervenir, que necesitaban la orden de sus superiores, que necesitábamos hacer la denuncia ante el Ministerio Público; pero acá no hay Ministerio Público, no hay oficina de la Fiscalía de Justicia. Para denunciar tenemos que ir a la cabecera municipal de Ocosingo y cuando llegamos, nos responden que ya pasó el periodo para interponer una denuncia”.
Durante 2022, en las asambleas comunitarias la población volvió a demandar se acudiera con las autoridades. El 10 de agosto de ese año hubo una asamblea de habitantes de los poblados Nueva Palestina, Frontera Corozal, Caribal Ojo de Agua Chankin, Naha y Puerto Bello Metzabok.
En el acta que se levantó ese día detalla que asistieron mil 29 jefes de familia, quienes reiteran que están de acuerdo en que intervenga la policía municipal de Ocosingo, el delegado del gobierno de Chiapas, Jaime Ramírez Maza; la Fiscalía Indígena, la Secretaría de Seguridad Pública y de la Defensa, “con el fin de evitar la proliferación de la delincuencia organizada”.
Pasaron dos meses sin acciones concretas por parte de los cuerpos de seguridad, por ello, el 11 de noviembre, las autoridades comunales acudieron a la capital de Chiapas, para entregar en la Oficialía de Partes de la Gubernatura una solicitud de audiencia con el gobernador Rutilio Escandón.
La única respuesta que recibieron ese día fue un acuse de recibo con el folio 007644-2022 que señala: “Usted podrá consultar vía telefónica al número 9616188050 Ext 21010 y 21013, o acudir a esta oficina para conocer sobre la Dependencia competente que atenderá su petición y el estatus en que se encuentra su solicitud”.
“Un día nos recibían unos, otros día otros; a veces a la reunión se convocaban al Ejército, a la Guardia Nacional; pero no hubo acciones. El Ejército está en su cuartel y cuando les pedimos ayuda, nos dicen que necesitan orden de sus mandos para intervenir; en la Fiscalía no reciben las denuncias”, relataChankin.
Un mes después de la solicitud de audiencia, el 14 de diciembre, finalmente fueron recibidos en Palacio de Gobierno, pero no por el gobernador. Estuvieron con el funcionario Jaime Rodríguez Maza y con representantes de la Fiscalía General de la República, de la Guardia Nacional, Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y del Instituto Nacional de Migración.
El tema a tratar fue la seguridad. En la minuta de acuerdos que se realizó al final de la reunión, destaca la respuesta que cada institución dio a la comunidad. Les dicen que la intervención de los cuerpos de seguridad e investigación debe pasar por una serie de trámites burocráticos que piden cumplir a la población de la selva.
Por ejemplo, la Secretaría de Marina les dice que no puede atender solicitudes de la población sino hasta que reciba una petición de la Fiscalía de Justicia.
“La Guardia Nacional expuso que las funciones de esa corporación se basa en la colaboración con los demás cuerpos de seguridad, mediante vigilancia y mantenimiento del orden público, con un sentido defensivo y no ofensivo”, explican en el punto sexto de la minuta.
A la demanda para que la Fiscalía de Justicia Indígena abra una oficina de atención en el poblado Frontera Corozal, para que ahí pueda llegar la población a interponer denuncias penales, le responden que deben enviar una solicitud a la Fiscalía General.
En resumen, explican los comuneros, “nos dicen que no pueden actuar”.
Un grito en el desierto
El 24 de marzo pasado, cuatro días después que el presidente de México habló de las pistas clandestinas y dijo que “los narcotraficantes tienen acuerdos con esas comunidades”, las autoridades de los Bienes Comunales de la Zona Lacandona respondieron en una carta a López Obrador, negando que la población tenga acuerdos con narcotraficantes.
“Presidente Andrés Manuel López Obrador, le manifestamos nuestro reconocimiento y deseamos tenerlo de visita en Frontera Corozal (una de las comunidades donde el presidente dijo que había pistas clandestinas) para que usted constante nuestra palabra y nuestra voluntad para resolver la problemática que padecemos en este terriotorio”, señala el documento que hasta el momento no ha tenido respuesta.
Diez días más tarde, el pasado 4 de abril los obispos de la Diócesis de San Cristóbal -a la que pertenece la selva Lacandona- denunciaron que no ha sido escuchada la población afectada por los grupos del crimen que se disputan el territorio en casi todo el territorio de Chiapas.
En un comunicado público, Rodrigo Aguilar Martínez, Luis Manuel Lopez Alfaro, obispos titular y auxiliar; así como María Reyes Arias Sarao, Miguel Ángel Montoya Moreno y Carolina Lara Rodríguez, secretaria y vicarios, detallaron que en la región donde tiene presencia la Diócesis, así como en el resto del estado, existe un “incremento de la inseguridad y la violencia desbordada por células del crimen”.
“La descomposición social va en aumento por la violencia generalizada en el estado (…) En este tiempo hemos escuchado fuertemente como un grito en el desierto la situación de violencia estructural e institucionalizada con la presencia del crimen organizado, la proliferación de grupos armados, algunos haciendo la tarea de grupos de choque”, explican en su comunicado donde solicitan atención.
Este documento tampoco ha tenido una respuesta.
Por: Ángeles Mariscal / Publicado originalmente en Chiapas Paralelo