Alejandro Valenzuela/Vícam Switch

¿Quién en verdad sabe si los milagros existen o no? Pongo a su consideración esta historia extraordinaria, pero verídica.

Don Ramón y a doña Irma eran tan generosos que muchos amigos solíamos comer en su casa los domingos porque a ellos así les gustaba. Nosotros fuimos beneficiarios de esa generosidad durante un tiempo. La condición era que teníamos que pasar todo el día con ellos enfrascados en amenas pláticas plagadas de historias tremendistas.

Uno de los primeros días, don Ramón, con toda intención, se detuvo frente a un altarcito que estaba en el pasillo camino al baño y dijo, dirigiéndose a la imagen: “Chinga tu madre, pinche puta hija de tu chingada madre”. Era obligado que le preguntáramos por la razón de aquel exabrupto…

Se sumergió en los recuerdos. Cuarenta años atrás, Irma fue diagnosticada con un cáncer cuya etapa final fue confirmada en la Ciudad de México. Devastado, Ramón se fue a vagar por la ciudad pensando en la recomendación del médico: que lo único que podía hacer era llevar a su mujer a donde quisiera morir.

En una plaza de la ciudad se sentó a llorar. No supo cuánto estuvo allí, pero salió de su ensimismamiento cuando una pareja de ancianos se le acercó para preguntarle por su pesar. Él les platicó aun con lágrimas en los ojos. No se desanime –le dijo la viejita–, quizá Dios tenga otros planes. Luego le dijo que fuera a un cierto local del popular mercado de Sonora y que allí preguntara por la Virgen Negra.

El lugar olía a incienso y mirra. En medio, sentada en una poltrona, estaba una mujer albina de toscas facciones vestida a la usanza de las gitanas. Antes de cruzar palabras, la albina le dijo: “Por la cara que traes, algo muy feo te pasa”. Ramón le dijo a lo que iba; ella se le quedó viendo, tomó el cigarrillo y le dio una profunda fumada. “Pues sí, dijo, la cosa es grave”.

Hasta que por fin alguien viene por esa puta –dijo entre dientes y desapareció tras la puerta del fondo. Cuando regresó traía una pequeña caja de cartón. “Todos los días –dijo la gitana–, al levantarte, lo primero que vas a hacer es ir al altar donde la pongas y le vas mentar la madre. Entre más grosero seas con ella, mejor, más milagrosa se vuelve”. Una vez de regreso en su casa, en Tijuana, no desperdiciaban momento para insultarla de las más diversas maneras, aferrándose a esa única y extraña oportunidad. Con el paso del tiempo, el ritual se hizo tan rutinario que hasta los visitantes hacíamos nuestra parte camino al baño.

No me lo van a creer –dijo don Ramón– pero pasó un mes, luego tres y sin darnos cuenta un año. Para regocijo de todos, Irma daba señales de recuperación y hasta engordó un poco. Un año y medio después de su desahucio, agarraron valor para ir a ver al médico… Estudios, radiografías, laboratorios. “Pues no sé qué pasó, pero el cáncer se fue”… – dijo el médico como no quedándole más remedio.

Cuando llegaron a la casa, fueron a hincarse frente al altar. Ya sabemos virgencita –dice don Ramón que le dijo– que a ti no te gustan estas chingaderas, pero hoy queremos darte las gracias y si acaso te seguiremos tratando como la puta que eres, es solamente porque esas fueron las instrucciones que nos dieron.

Don Ramón y doña Irma fallecieron hace muy poco, casi setenta años después del fatal diagnóstico, y nos cuentan los amigos que en su casa quedó la Virgen Negra un poco en el olvido. Por si acaso y uno nunca sabe, diré que la puta hija de la chingada quedó en el abandono –como dijera Roberto Yánez– por culera y mala para atajar cochis.

Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921