Capítulo VII de la novela por entregas mensuales titulada “Desde Lejösburgo”.

“…de siete de la mañana a cinco de la tarde convertían las bancas alrededor del monumento a Benito Juárez su espacio de convivencia. Su lugar común; su club social donde a pesar de no haber paredes que lo hicieran privados existía una frontera invisible pero infranqueable que no permitía que nadie excepto quienes ellos lo decidían podían pasarla. Era su espacio por casi diez horas donde podía cambiar los rostros pero no las historias; diferentes nombres, similares formas de vida. Distintos pero a la vez iguales. Así eran los jubilados del Jardín Juárez.”

Por: Jorge Tadeo Vargas.

Las personas que poblaban el Jardín Juárez iban cambiando junto con el horario. Si pasabas por ahí a las siete de la mañana podías ver a llegar a los viejos que se sentaban en las bancas a platicar de sus glorias pasadas. A esa hora el pitufo; un niño de la calle que había encontrado en el Jardín un hogar; tomaba cual mesero las órdenes de los viejos y corría al Café Lourdes a comprarles lo que le habían pedido. Casi siempre café de talega, pan de dulce y el periódico. Después de entregar los pedidos se quedaba rondando por el monumento a Benito Juárez para ver en que más les podía servir. Nadie sabía de donde venía y como había llegado ahí. Un día apareció y se fue quedando. De la misma manera pasado los años y ya convertido en un adolescente desapareció. Simplemente se fue. Cuando yo lo conocí su trabajo era mantener a los jubilados que visitaban el Jardín con todas sus necesidades cumplidas. Claro esto por una propina que le permitiera hacer sus tres comidas al día.

IMAG2114Pero esta no es la historia del Pitufo; sino de estos personajes que por alguna extraña razón hicieron suyo el Jardín Juárez y de siete de la mañana a cinco de la tarde convertían las bancas alrededor del monumento a Benito Juárez su espacio de convivencia. Su lugar común; su club social donde a pesar de no haber paredes que lo hicieran privados existía una frontera invisible pero infranqueable que no permitía que nadie excepto quienes ellos lo decidían podían pasarla. Era su espacio por casi diez horas donde podía cambiar los rostros pero no las historias; diferentes nombres, similares formas de vida. Distintos pero a la vez iguales. Así eran los jubilados del Jardín Juárez.

Mi abuelo era parte de este grupo. Una vez jubilado; tres días a la semana después del desayuno caminaba las cinco cuadras de distancia entre su casa y el jardín y se sentaba en una de las bancas con sus amigos a platicar. Por el conocí algunos de los viejos que pasaban el día ahí. Nunca dejé de ser el nieto de Don Javier. Aún después de que el murió y yo seguí visitando alguno de sus compañeros; incluso con algunos aún conservo su amistad.

Mi relación con mi abuelo se centra a ese espacio; incluso aunque el me crió cuando Madre abandono a mi padre nuestra relación siempre fue bastante distante. No solo era así conmigo, creo que así fue con todos sus nietos. Hablaba poco y salía de su recamara solo para lo necesario. La mayoría de los recuerdos que tengo de él en casa son los sábados en la noche viendo el box, los domingos por la mañana viendo “en familia con chabelo” y entre semana “el chavo del ocho”. Esto no lo veíamos con él, solo lo escuchábamos a través de su puerta.
A pesar de compartir un espacio en común por mucho tiempo no nos hablamos  en el jardín. Solo nos veíamos a lo lejos. Sin embargo un día pasó algo que nos convirtió en cómplices, que me abrió las puertas no solo al espacio de los jubilados del jardín, sino fue un poco más allá. Conocí más de él en sus últimos tres años que en los primeros diez cuando se convirtió en mi figura paterna. Nuestra complicidad comenzó más o menos al año de que yo me volviera asistente frecuente del jardín; ese domingo Madre había logrado que la acompañara a misa de ocho de la noche y nos tardamos un poco más en llegar a casa; en ese entonces aun vivíamos con mis abuelos maternos y para llegar a casa teníamos que atravesar el Parque Madero; otro espacio lleno de historias. Hicimos el recorrido de manera lenta, platicando, haciendo planes de mudarnos lo más pronto posible.

IMAG2127Nunca supe cómo comenzó el pleito; cuando nosotros mi abuelo ya le estaba gritando a una de las hermanas de Madre que también vivía ahí y a mi abuela. Él les decía que para ellas, él era un fantasma, un ser invisible que nadie veía y que nadie tenía que pedirle ni si opinión, mucho menos su permiso. Madre trato de calmar la situación logrando empeorarla. Nunca lo había visto tan enojado; al punto de decirles que ya no quería saber nada más de ellas, que era mejor estar muerto y salió. Mi tía y mi madre trataron de ir tras él y les dije que yo lo haría. Que yo lo traería a casa. Curiosamente se detuvieron y fui tras él.

Las primeras dos cuadras caminé detrás de él; no tenía el más mínimo interés en pedirle que regresara, no aún, no como estaba de enojado. Solo cuidaría de que no le pasara nada. Para la tercera cuadra disminuyó su paso y se fue acercando a mí. No me dijo nada, solo comenzamos a caminar juntos. Pasamos por “el tijuanita” y algunas de las mujeres que trabajaban ahí me saludaron.

-¿Las conoces? – Me preguntó.

-Algunas – le contesté – paso parte de mi tiempo libre por estos lados. Así que sí; conozco algunas de las personas que trabajan aquí.

No dijo más; solo sonrió y siguió caminando hasta llegar al Jardín. Buscó una banca frente al monumento y se sentó como si fueran las siete de la mañana. Eran las diez de la noche.

-¿Qué hacemos aquí? – le pregunté.

-Nada; solo quería caminar un poco. Nos vamos en un rato mas.

-Vale, sé que estás enojado y posiblemente con derecho pero no tiene caso que las preocupes de más. ¿no crees?

-Tienes razón. Déjame descansar un momento y nos vamos. ¿está bien?

-Claro, descansa.

No hablamos más. Solo nos sentamos ahí sin decir nada. Viendo a los clientes de las muchachas pasar; a los vendedores de drogas. Algunos vagabundos buscando donde pasar la noche. Después de media hora dijo “listo; vámonos” y comenzó a caminar. Ya más tranquilo me hizo las preguntas que cualquier padre haría a su hijo que anduviera por esas zonas y le conteste lo que cualquier hijo contestaría. No me drogo, no tomo y no me acuesto con putas. Lo último era la única verdad y no lo hacía no por falta de ganas sino por falta de valor y de dinero.

Ya en la casa no dijo nada más. Se metió en su recamara, esa que hacía décadas no compartía con su mujer y se durmió.

Al otro día se despertó con su rutina diaria y salió a reunirse con sus amigos. Yo estaba de vacaciones, así que dormí hasta tarde y llegue al jardín como a medio día. Salude al Eddy de pasada; fui con el Chewie para dejarle un par de cassettes que me había encargado y lo vi sentado con sus amigos. El me vio y me llamó. Me acerqué, lo saludé como todos los días mientras él me presentaba a sus amigos. Fue así como se me abrió al entrada al club social de los jubilados, que como todos los espacios donde me moví esos años en el Jardín Juárez y sus alrededores fue de manera honoraria; es decir no era parte de ellos, solo me dejaban estar ahí.

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Fue así que conocí a Don Ramiro; compadre de mi abuelo, chofer de tráiler jubilado que había recorrido todo el noroeste del país transportando desde trigo hasta naranjas dependiendo de la temporada. Fanático del béisbol que  podía pasarse horas hablando de eso. Aún lo escuchaba por radio porque según él, sino era en el estadio, solo la radio podía transmitir todo la emoción del juego. Siempre llegaba con su cuaderno de estadísticas para compartirlas con todos. Con él aprendí las matemáticas del béisbol, pero no aprendí a entenderlo;  a la fecha me parece de los deportes más aburridos. También conocí al Doctor Pesqueira; decía mi abuelo que era el mejor medico de todo el estado, que él había salvado a mi madre de una neumonía. De esos médicos que hacían visitas a casa de sus pacientes para ver cómo estaban. Ya no trabajaba más pero siempre estaba listo para darle una consulta a sus amigos justo ahí, frente a Benito Juárez. Un médico de aspecto bonachón; de esos que en Law and Order te han enseñado que son pedófilos. Nada que ver, solo un cliché más. También me presento a Óscar; el más joven de todos, que se había pensionado por salud. Trabajaba con mi abuelo en el taller mecánico y en uno de los trabajo le cayó un motor en la pierna. La perdió y consiguió la pensión por accidente. Mi abuelo sintiéndose culpable lo protegió hasta su muerte. No importaba que tuviera pensión él siempre le pagaba el café o el desayuno. Le daba un poco de dinero. Esto nadie en la casa lo supo. Sospecho que no les hubiera parecido una buena idea.

La noche que le dio el conato de infarto que lo dejó varios días internado yo estaba trabajando. Había conseguido un trabajo de noche en uno de los pocos restaurantes cercanos al jardín Juárez más o menos decente; es decir, no había vendedores de drogas o sexoservidoras trabajando. Llegaron mi hermano menor y Madre avisarme lo que le había pasado. Tomamos un taxi hasta el hospital donde ya estaban todos sus hijos y nietos. Los médicos nos dijeron que estaba estable pero muy delicado; que pasaría la noche en observación por si alguien quería quedarse. Madre dijo que ello se quedaría y me quedé con ella. Pasamos la noche junto a él. Por la mañana Madre se fue al trabajo; yo me quedé con él hasta que llego uno de mis tíos para llevarlo a casa. Platicamos un poco más. De su padre y su trabajo en la oficina de correos en la sierra, de su madre, sus hermanos. Me platicó por horas; como si intentara dejar un recuerdo. Construir una memoria de lo que fue, lo que es.

IMAG2115Cuando llegó mi tío no los acompañe a casa, me fui al jardín a darles la noticia a sus amigos.  A pesar de que la tristeza era real, ninguno mencionó que iría a verlo a su casa. Esperarían que mejorara para verlo ahí. Eso no ocurrió. Tres días después de que llegó a casa del hospital su corazón dejo de latir. No fui a su entierro. Caminé hacia el jardín y me senté junto a Don Camilo, Óscar y el Doctor y brindamos por él. Les pedí que me contaran historias de mi abuelo. Así me enteré que jugo béisbol en su juventud, que a la única mujer que amó fue a mi abuela, que era capaz de contar bromas y de reírse. Que siendo joven manejó un camión recorriendo parte del Estado. Que fue cargador en el mercado municipal.

Esa noche cuando llegue a casa, abrace a Madre y le pedí perdón por no haber ido al entierro. “lo sé, lo sé” me dijo ella.

– Estabas donde él quería que estuvieras con la gente que él quería que vieras –

No le lloré. Aún no le lloro; pero su recuerdo sentado en esa banca, aquella noche que estalló contra todo y contra todas. Aquél hombre de más de uno ochenta de estatura de enormes manos es de mis recuerdos más preciados. Aún hoy cuando puedo visito a Óscar que ya viejo le sigue llorando. Nunca lo visito sin llevarle una taza de café que compartimos mientras nos contamos historias de mi abuelo. Historias que hemos escuchado cientos de veces y aún siguen siendo igual de entrañables.

 Fotos: Libera Radio