Alejandro Valenzuela/Vicam Switch
En mi juventud, en los ahora lejanos años setenta y ochenta, militaba en organizaciones de izquierda radical y clandestina. Recuerdo que me imaginaba al proletariado tomando el poder por asalto. Fui muchas veces al palacio Nacional y lo recorrí por dentro y por fuera (en aquel tiempo sí se podía) para ver cómo sería la estrategia del asalto, que yo me imaginaba inminente.
Ese asalto al poder burgués sería posible porque el pueblo estaría bien organizado en un gran partido revolucionario con tres secciones: la obrera, la campesina y los demás, con participación preponderante de los estudiantes. Muchos años después caí en cuenta de los paralelismos históricos mexicanos de ese diseño organizacional, pero esa es otra historia…
Los obreros atacarían el Palacio Nacional por las calles de Madero, 5 de Mayo y Tacuba (habiendo cruzado Niño Perdido-San Juan de Letrán por enfrente de Bellas Artes); los campesinos, por las calles 5 de Febrero, 20 de noviembre y Pino Suárez (allí, antes de llegar al Palacio, derribarían hasta sus cimientos la sede de la Suprema Corte) y los demás, comandados por los estudiantes, llegarían al Zócalo procedente de la Plaza de Santo Domingo (donde tantos han comprado falsos títulos de licenciatura).
Ya en el poder, se establecería, desde luego, la Dictadura del Proletariado porque la clase obrera no se podía andar con debilidades si iba a construir un mundo nuevo. La burguesía y sus aliados (aliados que eran todavía más despreciables que la misma burguesía) serían tratados como traidores y tendrían solamente dos opciones: o se arrepentían profundamente de sus errores o su destino sería el paredón. Me imaginaba a mi hermano Gerardo como el dirigente de los pelotones de ajusticiamiento.
En esas estaba cuando caí en la cárcel durante una jornada de agitación en la zona industrial de Naucalpan. Esa historia ya le he contado, pero diré que me escapé una mañana y fui a dar a la casa del líder, a quien encontré en bata de seda y pantuflas de conejito, y no me dio ni agua cuando yo tenía al menos 48 horas sin comer. Después de eso, andaba yo cuestionándome la idea de la estructura piramidal, cuando cae en mis manos un ejemplar de la Revista Nexos. Estaba en una banca de la Plaza de las Tres culturas de Tlatelolco, esperando a Rubí, que entonces era mi novia, y empecé a hojear con desgano pasando rápidamente por los artículos, que no me decían nada.
De pronto, me detuve en un título: “Todo el poder al reformismo”, cuyo autor tenía un nombre que me sonó de fantasía: Ludolfo Paramio. El título hizo que me diera un arrebato de indignación. Los reformistas, en aquellos días, eran los traidores más despreciables del proletariado, aliados de la burguesía con un discursito blandengue que quería una revolución sin revolución.
Como Rubí no llegaba (para que nadie ande diciendo que las impuntualidades no traen nada bueno), empecé a leer el artículo lleno de ira.
Conforme avanzaba en el largo artículo, empecé a debatir con él, como pasa con las buenas lecturas; en mi cerebro se desarrollaba una agreste discusión entre las ideas del autor y los principios de manual del marxismo-leninismo.
Luego llegó Rubí y yo me olvidé del artículo porque nos dedicamos a la cosa del amor. Pero en los días siguientes pensé mucho en las ideas de Paramio vistas a la luz de la rendija que se había abierto en la cárcel de Naucalpan y en la imagen del líder en bata de seda y pantuflas de conejito. Eso me llevó a otras lecturas donde se criticaba los dogmas centrales del bolchevismo, lo que en sí mismo era ya una revolución de mis ideas.
El pasado viernes 14 de junio me enteré de la muerte de Ludolfo Paramio, el hombre que sin lugar a dudas fue la mayor influencia intelectual en la formación actual de mis ideas sobre la transformación social.
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