Alejandro Valenzuela/ Vícam Switch

El 5 de septiembre de 1949 el río yaqui se desbordó a consecuencia de la creciente. Las aguas empezaron a entrar a Bácum arrasando todo a su paso. La gente se organizó en cosa de minutos y cientos de hombres construyeron un bordo que todavía, si se busca bien, sigue allí.

Ese día nació Moisés Valenzuela, el Pito, y esos tiempos rudos habrían de moldearle un carácter cercano a lo intratable. A la escuela fue poco porque el prefecto de aquellos días, un tal Francisco Miraleguas, lo tenía que llevar a la escuela arrastrándolo con una riata a silla de caballo.

No cumplía todavía los diez años cuando Ramón, nuestro padre, con la oposición de la Gloria, nuestra madre, le compró un caballo y desde entonces se convirtió en un vaquero.

No tenía buen carácter. Siempre hablaba como si estuviera peleando. Discutía por todo, tanto que en Singapur le apodaban el Alégale. Era grosero, incluso con quienes lo querían.

Nada más para ilustrar su carácter, dice la gente que un día estaba sentado en la caseta donde venden los mundialmente famosos tacos de nada cuando llegó uno al que le decían el Güero. “¡Qué calor, verdad Pito!” dijo el recién llegado. Moisés lo miró y le dijo: “Mira Güero, en agosto siempre hace calor aquí. Así que, si no tiene qué platicar, mejor cállate y deja de decir pendejadas”.

En otra ocasión, llegó uno pidiéndole dinero para comprar un cigarro de mariguana. “Para alivianarme” -le dijo. Moisés le contestó: “No, no, no José. Tu no necesitas un gallo. Lo que necesitas es un caldo de hueso con mucho tuétano”.

Desde luego, era casi natural que se refiriera a la identificación del INE como “la credencial para elegir rateros”.

Su voz era aflautada y ese fue el motivo por el que en Vícam lo apodaran el Pito.

De muy joven empezó a ir a los bailes de los pueblos vecinos. Se juntaba con una bola de amigos y a caballo recorrían desde la Tinajera hasta Pótam.

En esas andanzas, un alambre de púas usado como tendedero lo arrancó del caballo agarrándolo por el cuello; un caballo espantado por el vuelo de un cuervo lo arrastró más de un kilómetro porque la riata se le enredó en el pie; la banda del Quelele lo asaltó, le dieron una puñalada y lo arrojaron al canal con todo y caballo, y así le pasaron otras mil pequeñas aventuras.

Sus últimos días laborables trabajó como cuidador. Antes de proteger la maquinaria de Toño Félix, cuidaba siembras de maíz. Los agricultores lo contrataban porque era el único que impedía que la gente se robara la cosecha. Se dice en Vícam que un día llegaron un grupo de yaquis a la siembra que cuidaba queriéndose llevarse un costal de elotes con el argumento de que la tierra era de ellos. Miren -dicen que les dijo- vayan a traer costales, carretas, carruchas y cubetas para que se lleven toda la tierra que quieran, pero los elotes los dejan allí porque son del patrón.

Hoy, hace un rato, se murió, y el sábado sus cenizas serán sepultadas en el panteón de Pueblo Vícam.

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