Por Alejandro Valenzuela/Vícam Switch

En los años setenta, un pequeño grupo de camaradas de Vícam nos unimos a una organización revolucionaria llamada Bolchevique. Para mayor originalidad, también teníamos nuestro periódico llamado Iskra. La jefa de la célula universitaria, una mujer güera, chaparra y fanática, dirigía con mano de hierro las lecturas de marxismo-leninismo. De un texto de Carlos Marx copió un párrafo que en esencia decía que las las ideas dependen del modo de producción, lo imprimió en unas tarjetitas que mandó a enmicar y nos las dio con la instrucción de leerlas todos los días para que no se nos olvidara que lo que pensara cada uno en lo individual carecía de importancia.

En esos tiempos, Alexander Solzhenitsyn publicó Archipiélago Gulag y Un día en la vida de Iván Denísovich. Nosotros, los de base, no los leímos, pero la güera chaparra nos leía algunos párrafos, luego los enmarcaba, según ella, en el contexto de la lucha de clases y concluía que se trataba de calumnias burguesas contra la patria del proletariado… Odiábamos a Solzhenitsyn.

Lo que sí leímos, por iniciativa propia, fue la biografía que Isaac Deutscher escribió sobre Trotski. Entonces empezamos a criticar a Stalin a pesar de que, según Máximo Gorki, ninguno de los dos “tenía ni la menor idea de lo que significaba la libertad o los derechos humanos”. Pronto el comité se enteró de nuestras herejes lecturas y un día, el dirigente en persona (un tipo chaparro y panzón al que le decían el Lenin mexicano), llegó a la reunión y nos dio una conferencia de reafirmación ideológica. La labia del Lenin mexicano era electrizante y citaba de memoria decenas de frases de Marx, de Engel y del Lenin de verdad… Después de eso, odiábamos a Trotski.

Sucedió que un día, uno de nosotros cayó en la cárcel y, desesperados, en cuanto amaneció fuimos a buscar al líder para recibir instrucciones. Cuando abrió la puerta de su casa, que a nosotros nos pareció lujosa, estaba envuelto en un bata de seda y calzaba unas peludas pantuflas de conejito. Días después, muertos de risa, comentamos lo de las pantuflas con un camarada cuya obligación revolucionaria lo llevó a delatarnos. La chaparra fanática informó al comité central y esa misma semana nos citaron en una casa a la que llegamos tomando las precauciones que recomendaba el manual del revolucionario clandestino (“Artículo 7. Si detecta que alguien lo sigue, elimínelo”). Ya reunidos, nos acusaron de actividades contra revolucionarias y nos sometieron a una parodia que ellos dieron en llamar los Juicios de Texcoco. Antes de expulsarnos, nos obligaron a reconocer nuestro crimen y salimos de allí humillados y sintiéndonos como pollos sin gallina… Desde entonces odiamos a Stalin.

Esta mañana, 43 años después, leí en el teléfono dos brevísimos artículos que me hicieron recordar aquellos acontecimientos. En uno, el escritor se lamentaba que unos caníbales de Nueva Guinea hubieran privado al mundo libre de un representante al comerse a Michael Rockefeller; luego se lamentaba que en México se esté incubando una dictadura comunista. En el otro, unos políticos mexicanos que se dicen de izquierda alababan a los Kim de Corea del Norte, a Fidel Castro, a Hugo Chávez y a Daniel Ortega, y se alegraban de que por fin hubiera llegado a México una transformación a la altura de la Independencia, la Reforma y la Revolución, y que los pobres tuvieran un líder que hablaba por ellos porque encarnaba al pueblo y a la patria.

Ahora que estoy en lo que eufemísticamente se le llama la tercera edad y que amo intensamente a los que amo, veo casi con ternura la lucha de aquel joven de los setenta, que era yo mismo, y he tratado de moderar mis juicios atenido al principio de que con mayor probabilidad la verdad está en un punto intermedio entre los extremos. No odio a nadie (quizá con excepción de los pederastas y los maltratadores de mujeres, niñas y niños); no odio a la güera chaparra, ni al Lenin panzón, ni me alegra el fin de Rockefeller en la panza de los caníbales neoguineanos.

Creo que sería un gran avance, no para este año 2024, sino para este siglo, que la derecha le diera algún crédito a la idea socialista de acabar con la explotación y reducir las desigualdades, la pobreza y la discriminación, y que la izquierda valorara la democracia liberal, la participación social (ciudadana y comunitaria) en los asuntos públicos, la seguridad personal, la libertad individual y la vigencia de los derechos humanos.

¡Que el 2024 venga cargado de realizaciones positivas para todos!

Publicado en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921