Por Alejando Valenzuela/Vícam Switch

Que el sábado hubiera baile, era un gran acontecimiento. La gente, la que bailaba y la que no, ese día se bañaba y se vestía con las mejores ropas. Las muchachas podían quedarse sin comer, pero no sin estrenar un esos días de regocijo. Uno de los primeros aprendizajes femeninos era el equilibrio para caminar con zapatillas de puntiagudos tacones en esas calles en las que hasta el tránsito a caballo se dificultaba.

Entre los hombres, aunque se seguía usando ese pantalón de mezclilla que la gente llamaba, con orgullo incomprensible, el Original, los sombreros y las botas vaqueras prácticamente se dejaron de usar en los setentas y, en cambio, se usaban prendas muy modernas, aunque no tanto como las del Zavalita, que solía ponerse camisas floreadas con elástico en la cintura. La terlenka y los pantalones acampanados le daban un colorido inusual a la plaza del pueblo, aunque uno tenía que cuidarse de no acercarse demasiado a la lumbre porque esa tela se derrite con el calor y podía pegarse en la piel con dolorosas consecuencias.

También cambiaron los gustos musicales. La música de los Cadetes de Linares, los Alegres de Terán, los Gorriones de Topo Chico, los Noreños de Mazatlán y los Relámpagos del Norte, se dejó casi exclusivamente para el final de las borracheras. Los jóvenes mudaron a Queen, Creadence, Pink Floyd, Led Zeppelin, Rolling Stones, Emerson, Lake & Palmer, Bachman-Turner-Overdrive… y acaparaban la rockola de Los Carrizos, la popular refresquería del profesor Nacho Gómez.

Sin embargo, el verdadero pegue lo tenía la música de los grupos románticos en español como los Terrícolas, los Ángeles Negros, los Yonics, los Fredys, los Solitarios, los Bríos, los Mueca y los Golpes. Cómo era un sueño ver a esos grupos en vivo, la gente se conformaban con las interpretaciones de La Brisa de Corrales, de los Waways de Lalo Amarillas y, desde luego, de la Libertad, grupo viqueño de los hermanos Cupis, donde cantaban Ramiro Gómez y el Monchi Soria.

Como en Vícam la gente es desinhibida, había personajes que ya desprovistos de la vergüenza, bailaban solos en medio de la pista e inventaban pasos de baile que, a los ojos de los extraños, debían resultar expresiones de borrachos sin remedio. Uno ellos era el Naylon.

Brígido Jara, el Naylon, el personaje más entrañable de Vícam, era flaco y alto, con cara de hacha y pelo largo, usaba piocha y un bigote delgado al estilo de Buffalo Bill; tenía los ojos como encendidos y escupía por un colmillo; usaba sombrero arriscado, chaleco de piel, botas vaqueras, un viejo revolver sin balas y una estrella de cinco puntas en el pecho con la inscripción de “sheriff”, lo que le daba el aspecto de un vaquero del viejo oeste. Nunca se refería a la gente por su nombre, sino por sus parentescos. Saludaba a alguien llamándolo, por ejemplo: “Quiubo, hijo de doña Eufemia”. En sus tiempos juveniles llegaba a la cantina atendida por Mingo Soria, volteaba para todos lados para ver si no había forasteros y al acercarse a la barra pedía un whisky doble y Mingo le daba lo de siempre, un vaso grande de cascagüín.

Cuando había baile, dueño de una gran desinhibición dancística, bailaba solo toda la noche ensayando pasos tipo country, del sur de los Estados Unidos, que eran la alegría de los mirones. Pasaba los días en la calle principal del pueblo ejerciendo lo que su fantasía le dictaba, que era ser el sheriff de Vícam. En esa escenificación, asustaba a los recién llegados con la amenaza de que los iba a matar. Cuando el forastero lo veía, él se pasaba el dedo índice sobre el cuello, sacaba la lengua y torcía los ojos como si se estuviera muriendo. El recién llegado se la creía y muerto de miedo iba a buscar la protección del comisario, que casi siempre era el Indio Osuna.

Otro bailarín famoso era el Tito, hermano del Pedrín, pionero del ritmo que unos años después le daría fama mundial a John Travolta. Cuando salió la película Fiebre de Sábado por la Noche, y causó revuelo en el resto del mundo, el Tito dijo que ese ritmo ya estaba pasado de moda. La gente solía creer que el actor hollywoodense habría pasado por Vícam un sábado por la noche llevándose de aquí estilo y nombre para la película que lo haría famoso.

Si no había baile, la gente se alistaba como si lo hubiera, se iba a la plaza y daba vueltas y vueltas dándole a la noche un ambiente festivo basado en la plática.

Algunos se iban a sus casas, otros se quedaban platicando en las esquinas y los más afortunados encontraban una mesa desocupada en los billares de Israel Barra, el Peludo, el Quililín y el Cachimbas, donde las carambolas, dado lo desnivelado del terreno, dependían más de azar que de la habilidad para jugar.

Los que traían dinero se echaban unos tacos con el Gucho, a las afueras del casino, y los que andaban enamorados recalaban en La Primavera, de doña Chayo Galindo, para tomarse uno de esos chocomiles que, sin lugar a dudas, eran los mejores del mundo.

Con el ir y venir de la gente, el pueblo terminaba inmerso en una nube de polvo en la que se desvanecía el ambiente festivo y el ir y venir sin sentido, poniéndosele fin a la diversión.

CONTINUARÁ…

Publicado originalmente en: https://www.facebook.com/alejandro.valenzuela.7921

Imagen: https://www.facebook.com/vicam.switch/photos