Manuel Alberto Santillana M.

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Memo Echeverría

Mi padre tenía, entre varias, una virtud que yo he tratado de conservar toda mi vida. La lealtad entre amigos. En su juventud tuvo mil y un amigos, conocidos o enemigos, de todo. Nos conversaba de su amistad con los hermanos Echevarría. Hijos de un exiliado español comerciante de buenos casimires, Don Emilio Echevarría, los dos hermanos mayores hicieron con mi padre un clan de mil y una aventuras mientras estudiaban en la facultad de leyes a principios de los 40s del siglo pasado. De ahí a una amistad a través de las familias. Memo Echevarría, quien nació en 1948, era el tercero o cuarto hijo de Manolo Echevarría y Rosita Pérez. Nos querían mucho, en especial a mi padre por su generosidad. Lealtad y estupendo sentido del humor.

Cito dos perlas de lealtad: Al día siguiente de cuando Memo quedó en 6º lugar en su final olímpica de México 68 de los 1500 metros nado libre, fuimos a casa de Manolo Echevarría y su familia. Ahí estaban sus primos y hermanos y la familia Santillana-Macedo apoyando. A Memo lo habían ofendido e injuriado. Todo mundo creía y más la televisión mexicana, que era una medalla de oro segura, porque tres meses antes Memo había impuesto el récord mundial de los 1500 (aunque solo duró un mes). Pero no, Memo cayó víctima de la presión de todo un país y no pudo. Estaba deshecho. Llegamos como a las 6 de la tarde de ese domingo, clausura de los juegos olímpicos. Mi padre llegó y lo abrazo fuerte: “Tu eres mi campeón. Solo tu”.

En julio de 1980 falleció mi padre en un accidente de tránsito en la CDMX. Salí volando de Ensenada, donde estaba haciendo mi internado médico y me fui al sepelio. Del aeropuerto Benito Juárez al sepelio. Al llegar a la funeraria me explicaron que ya había salido el cortejo hacia el panteón.

Localicé a chofer del taxi que estaba cargando gasolina y le supliqué me llevará al panteón. Y le pagué ahí mismo. Llegué al cementerio en el momento en que se avisa por las autoridades que ahí concluía el sepelio. Me bajo del taxi como a dos calles internas del panteón arriba, repletas de carros.

Veo que se acerca Memo Echevarría y Enrique su hermano, me toman la maleta y me dicen que vaya corriendo, que allá esta mi madre. Nosotros pagamos, no, les alcanzo a decir, ya, ya y… y ya no pude continuar por el llanto. En lo que me volteó aparece nuestra vecina de la infancia, la Flor Chena, y me dice, deja aquí todo, nosotros pagamos el taxi. Doy el siguiente paso y me saluda la familia Dávila Goldbaum de Ensenada, amigos de mis padres desde hacía décadas, lo mismo: deja todo aquí, lo cuidamos, nosotros pagamos.

Lo dicho, uno es leal.

PS- Memo Echevarría ha sido el único nadador mexicano que ha logrado un récord mundial de natación. La final de 1500 metros nado libre de México 68 ha sido la única –hasta donde conozco-, en la que dos nadadores mexicanos han calificado. Desde 1980 ni el quipo de water polo, ni algún nadador mexicano ha sido capaz de llegar a alguna final olímpica. Ahí nomás.

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Es un cuento de monjes franciscanos. Una secta dedicada a la humildad, el trabajo, la entrega a la comunidad y el conocimiento científico-artístico. Y me gusta mucho. Va:

Dos monjes Franciscanos van cada mes a vender al pueblo cercano los productos del monasterio: flan, lecha bronca, quesos, vino afrutado, uvas, aceitunas y tal vez algo más. Durante el viaje, y para probarse a sí mismos, prometen voto de silencio y de abstinencia. No podrán tocar a nadie, ni hablar con nadie, fuera de los asuntos de compraventa.

Ya vendida toda su carga, al día siguiente y luego de una torrencial lluvia nocturna, encuentran el río crecido. Es el único obstáculo para llegar a su monasterio. Pasa un comerciante con su burro y se lo lleva la corriente, los monjes rápido salvan a ambos un poco adelante del río. Después intentan pasar dos negociantes más y nada, la corriente es muy fuerte. En eso llega una mujer bellísima con un hato de ropa que le sobró luego de la venta en el pueblo, y se sienta junto a ellos. Después de 4 horas de estar esperando en silencio, el intenso flujo baja y poco a poco los comerciantes comienzan a pasar de regreso a sus lugares. Todavía es un flujo alto para que pase una mujer.

En eso uno de los monjes le pasa una bolsa casi vacía al monje más joven y se acerca a la muchacha, la toma en sus brazos y se la acomoda “de caballito” en sus hombros. Titubeantes los dos monjes pasan el río mientras la chica se sonríe y agradece el raite para dejarla en la otra orilla del río.

Los dos monjes siguen su camino en silencio por casi una hora más hasta que, sin poderse aguantar el monje joven le reclama al maduro: “Maestro usted pecó. Tocó a la muchacha y la cargó un rato”.

A lo que el monje maduro, con una sonrisa amplia le reclama. “Tu estás pecando del voto de silencio, y me preguntas para hacerme pecar. Y además, yo cargué a la chica porque necesitaba pasar, y tú todavía la estás cargando. Estás rompiendo el otro voto”.