Aunque muchas veces no son muy visibles, los padres buscadores sienten el mismo dolor y amor hacia sus hijos o hijas desaparecidas. Están allí, con el mismo deseo de justicia, pero también con el sentimiento de culpa, la decepción, las enfermedades y la necesidad de llevar dinero a casa. Y es esa presencia la que también extrañan los hijos e hijas de padres desaparecidos

por Francisco Rodríguez

Óscar Flores se disponía a lavar su ropa en su día de descanso en un establecimiento de la ciudad de Atlanta, en Estados Unidos, cuando recibió una llamada desde Torreón, Coahuila. “No encontramos a Chuy”, escuchó del otro lado del teléfono.

Óscar, que solía mirar las noticias de homicidios, secuestros y desapariciones en tele, presintió lo peor. Presintió algo malo. Y se echó a llorar. Eran las 10 de la mañana.

De inmediato se movilizó para regresarse a México. Llegó a las 3 de la mañana del siguiente día. En el camino -recuerda- su mente comenzó a idear la búsqueda del menor de sus tres hijos, Chuy, su ‘criatura’, como lo llamaba.

Desde entonces Óscar siempre apareció en marchas. Alzó la voz, colgó lonas, acudió a reuniones y bloqueo de calles. Y caminó. Caminó mucho. No ha parado de caminar desde el primero de mayo de 2010, cuando recibió aquella llamada cuando se disponía a lavar su ropa.

Y en el camino entendió que entre más pasaba el tiempo, la investigación sobre el paradero de su hijo se desvanecía. En el camino retrocedió, porque comprendió que muchos delincuentes que pudieron haber hablado, ya murieron. Ya no existen.

“Para las autoridades eso es un alivio”, dice sentado en la cochera de su casa.

Óscar Flores, padre de Jesús Daniel Flores García, a un costado de la cama donde duerme siempre con la lona que lleva el rostro de su hijo. Siempre antes de dormir, besa la lona Fotografía: Francisco Rodríguez

Todavía recuerda aquella excusa que le dio un jefe de la policía ministerial. “Usted cree que por el sueldo que tengo voy a arriesgar mi vida para encontrar a su hijo”.

Esa frase le sigue retumbando.

Y Óscar, 68 años, diabético y una adicción al cigarro que se agudizó desde que desapareció su hijo, asegura que está consciente de algo que suena lapidario y frustrante, de algo que le embarga de dolor y frustración, de algo que suelta mirando de frente y sin temor: que su hijo Jesús Daniel Flores García ya no existe en este mundo.

DECEPCIONADOS

“Mi hijo no está vivo”, dice José Matilde Salas, padre de Armando Salas Ramírez, desaparecido el 12 de mayo de 2008 en Torreón.

Las palabras son de un hombre enojado y decepcionado. Un hombre que sólo espera que pase el tiempo. Que se hartó. Que sólo quiere saber qué fue de su hijo, qué le hicieron.

José dice que ha visto tantos huesos y cadáveres que ya no cree en nada ni nadie.

Hace 15 años, su hijo y su cuñado Pedro Ramírez acudieron al poniente de Torreón porque trabajaban para un patrón arreglando máquinas de tragamonedas y de video juegos. Pero no regresaron a comer.

José comenzó a llamarles a los teléfonos, pero no contestaban. Hasta que por la noche respondieron en el teléfono de su cuñado. “Los tenemos en la Durangueña y aquí no perdonamos”, le dijeron del otro lado del teléfono.

Se trababa de una colonia al poniente de Torreón donde en los años más violentos de la ciudad, se guarecían grupos criminales.

José Salas, padre de Armando Salas Ramírez, desaparecido en Torreón hace 15 años. José perdió su trabajo por buscar a su hijo. Fotografía: Francisco Rodríguez

El padre refirió a la persona que contestó el teléfono, que su hijo y cuñado eran hombres honestos, que no le debían a nadie, que solo eran trabajadores. Fueron explicaciones en vano.

Desde entonces no sabe nada. No saben nada.

Todavía guarda la bicicleta, el televisor, el estéreo, los tenis del número 10 que se compró su hijo con el dinero que ganó.

EL DOLOR Y AMOR DE UN PADRE

Patricia Galarza, psicóloga que acompaña a madres y padres de personas desaparecidas, asegura que el amor de un padre es equiparable al de una madre, pero en el caso de papás buscadores se activan los roles del padre que provee, que tiene que salir a trabajar.

Dice que en ocasiones se mantienen al margen por el rol cultural, donde el hombre sostiene, donde tiene que mantenerse firme, resiste, no llora. Y aunque no salga al frente, respalda a su familia, a su esposa.

El dolor de padre, dice don Óscar Flores, es una frustración que le carcome. Frustración por no haber estado con su hijo. Por no cuidar de él y saber dónde estaba.

“A uno como papá lo mueve más la fuerza y el coraje”, menciona.

La psicóloga Galarza dice que además de la tristeza, los papás tienden a estar enojados, muy molestos, hasta que en ocasiones ocurre la separación de parejas.

Hay también casos donde el padre no sabe cómo acompañar a su esposa, a su pareja, entonces se acentúa más el sentimiento de culpa.

“El sentido de culpa los invade totalmente, tanto en el hombre y mamá, pero el hombre por no estar, no acompañar. El hubiera siempre permanece. La realidad no es esa, lo sabemos. Pero el sentido de culpa es muy marcado y te va aniquilando físicamente, surgen las enfermedades”.

El no saber dónde está su hijo le provoca todavía coraje a Óscar Flores. Lo lastima. Pero sobre todo es coraje a las autoridades y a los criminales. “Yo no sé qué le hicieron a mi hijo”, dice. “Cómo murió. Qué dolor sintió. Qué pensó en sus últimos minutos”, se cuestiona el padre.

El coraje hacia las autoridades que nunca avanzaron en investigaciones, que dieron largas o archivaron expedientes, es común entre las familias de personas desaparecidas.

“Pinche gobierno”, expresa José Salas cada que habla de gobiernos y autoridades.

Pero para José es también contra Dios. “Le pedía un milagro, cuál milagro… Ya no creo en Dios”, dice el papá de Armando Salas Ramírez.

Esto lo explica la psicóloga Galarza, quien expone que en los papás entra más la decepción que en las mamás. Mientras ellas mantienen la expectativa, no se cansan, salen, buscan, se encuentran con autoridades, el padre padece malestares, enojos y tiende a decepcionarse más rápido de todo, aunque siga presente.

Marchas, reuniones, bloqueos, manifestaciones, audiencias, las familias con una persona desaparecida llevan años caminando. Quieren justicia, quieren verdad, pero muchos se han enfermado y han perdido la esperanza. Fotografía: Francisco Rodríguez

Ahora José sólo cree en la muerte y en el destino. Y si quiere pedirle algo a alguien, se lo pide a su hijo. “Cuídanos donde estés”, le dice a Armando.

Armando el mayor de sus tres hijos, el único hombre y con quien siempre se apoyaba para hacer los quehaceres del hogar.

“Yo no lo parí, pero lo formé”, dice José Salas sobre su dolor. Su hijo era también su amigo.

Para José ya no existen las fechas. Reconoce que se le olvida cuándo cumplen años sus hijas. Paradójicamente, su hijo Armando nació un 16 de junio, fecha en que se celebró el día del padre hace 35 años. Qué mejor regalo entonces que el nacimiento de su primogénito.

“Ya siempre es un día normal”, platica José con ese aire de alguien resignado.

Recuerda la sonrisa de su hijo. Su alegría. Siempre quiso tener un nieto de él. Ahora, son los cuatro nietos de sus hijas los que lo animan en días en los que simplemente quiere echarse a la cama.

José recuerda que ha soñado tres veces a su hijo. En una ocasión simplemente llegaba Armando, lo miraba y se iba. Otra vez llegaba y decía que no lo dejaban venir.

HUÉRFANOS DE PADRES DESAPARECIDOS

En México, de acuerdo con datos del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), hay 110 mil 967 personas desaparecidas, 75 por ciento son hombres. Además, más de 65 mil hombres desaparecidos tenían más de 20 años.

Pero se desconoce cuántos de esos hombres son padres. El colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (Fuundec) por ejemplo, ha contabilizado 87 huérfanos de padres desaparecidos entre sus integrantes.

Un caso es el de Erika Verástegui.

Erika tenía 20 años cuando su papá Antonio Verástegui González y su hermano Antonio de Jesús Verástegui Escobedo fueron desaparecidos el 24 de enero de 2009 en el municipio de Parras, cuando regresaban de la celebración de un rosario católico y un grupo de personas encapuchadas y armadas, comenzó a detener a la gente. Aquella noche se llevaron a su padre y hermano.

Hace 14 años Erika no sabía qué hacer y cómo seguir, relata.

“No dimensionaba la magnitud del problema. Pensaba que no quería que se convirtiera en horas, después se transformaron en días, luego en semanas, meses y empezó a crecer mi miedo y mi angustia porque se transformaron en años. La responsabilidad ha sido bastante”.

Cuando son los padres los desaparecidos, la psicóloga Patricia Galarza refiere que surge una descomposición en todos los sentidos. La madre tiene que salir, tomar un rol que quizá nunca había tomado como el de trabajar; los hijos se deprimen o sienten que no consiguen un proyecto de vida.

La familia Verástegui está incompleta desde la desaparición del padre, Antonio Verástegui González y del hermano e hijo, Antonio de Jesús Verástegui Escobedo. Fotografía: Cortesía

A 14 años de la desaparición de su padre, a Erika le duele mucho la ausencia. Todavía habla en presente de su padre, para ella todavía es “sigue siendo mi papá” y no “era mi papá”. Aunque personas le dicen que ya lo deje, que no está en sus manos, para ella es algo inherente a su persona.

“No sé si los pueda encontrar o no, quién los vaya a buscar cuando yo no esté”, pregunta.

A su padre lo describe como a una persona de carácter fuerte, responsable, enérgico, autoritario, firme en las decisiones. Con valores como la honestidad, solidaridad, trabajo, compromiso. Una persona de campo.

Siempre le decía a sus hijos que se esforzaran día a día. Que fueran honestos y trabajaran de buena manera.

Su mayor orgullo, recuerda Erika, era ver a sus hijos con una carrera, con un título profesionista.

Ella se graduó y cuatro meses después desapareció su padre.

Siente tristeza y enojo porque asegura que no se le permitió disfrutarlo, y le duele la poca empatía de la gente.

“La gente puede vernos y pensar que no nos duele. Pero es un sentimiento de desesperación de dolor, de profunda tristeza. El saber las condiciones por las cuales él no está. Me da mucho miedo seguir en todo esto. No me gusta. Pero nadie me preguntó. Tengo que estar aquí aunque no me guste”.

Erika está casada y tiene dos hijas. Pero cuenta que su dolor no le permite celebrar fechas como el día del padre. La celebración de este año, el tercer domingo de junio, cayó además en la fecha de su cumpleaños, el 18 de junio.

“No tengo ganas de levantarme. Quisiera dormir, dormir y levantarme y pensar que no pasó”.

Los sentimientos de culpa, de pensar en ‘cómo puedo divertirme, cómo puedo casarme. Me hace falta mi papá´, son comunes, dice la psicóloga Galarza. Sobre todo, porque la familia se encarga de mantener presente a la persona desaparecida.

Explica que no se puede trabajar con un duelo porque el mismo está inconcluso. “No llega, porque no hay resignación sino expectativa de encontrar al padre”, dice.

Erika se siente desprotegida, se siente sola. “Me hace falta su protección, su cariño, sus consejos, su compañía”.

Dice que tiene tantas cosas que contarle, que quisiera abrazarlo y solamente pasar tiempo con él.

Erika quisiera que su padre se diera cuenta que vive como él siempre soñó. Que le hace falta. Que su ausencia le duele, que le duele pensar que después de 14 años, siente que no se acuerda de él.

SIN DINERO Y CON DEUDAS

Óscar Flores perdió todos sus ahorros en la búsqueda de Chuy y debe más de 100 mil pesos en préstamos y empeños.

Óscar y su esposa Carmen encontraron un soporte en su hijo mayor.

“Cada dos semanas nos manda dinero. Nunca de los nunca ha fallado. Eso me duele mucho porque es su dinero, se priva de cosas. Me duele”, dice Óscar.

Carmen Ramírez y José Salas, padres de Armando Salas Ramírez, desaparecido hace 15 años, relatan los problemas, las decepciones y el coraje que han acumulado en todos estos años. Fotografía: Francisco Rodríguez

José Salas trabajó 20 años en la Cocacola. Un trabajo bueno, recuerda. Prestaciones, aguinaldo, utilidades, más de un mes de vacaciones. Hasta que las enfermedades y la presión por buscar a su hijo, lo fue orillando a renunciar.

José únicamente pensaba en salir temprano del trabajo o pedir permisos para ausentarse y acudir a audiencias o reuniones. “Yo lo que quiero es buscar a mi hijo”, decía.

Porque a los hombres, a los padres buscadores, les duele pensar en los hijos y les duele pensar en el dinero.

Muchos se alejan y dejan a las esposas en las búsquedas, mientras ellos siguen trabajando.

También están los casos de padres desaparecidos, padres que eran proveedores de la familia.

“No existe solo el dolor, sino también las necesidades”, dice Erika Verástegui, que por aquellos primeros meses de la desaparición de su padre y hermano, no tenían para comer.

Con el dolor a cuesta y el esfuerzo, Erika comenzó a trabajar como maestra de primaria en una ciudad que no conocía, Saltillo.

“Yo iba caminando y la gente me señalaba, me huía, me decían esa es la chica a la que se llevaron a su papá. La gente no se acercaba, por miedo, por muchas razones. Te sacaban la vuelta y el círculo se empezó a cerrar y se quedó solo mi familia”.

Y con eso empezó el proceso dificil y burocrático de búsqueda. ‘Mire vaya y busque, vaya y exija’, les decían a la familia.

“El dolor te engaña. Te dan una noticia y te la crees”, comenta.

Cuando se empieza la búsqueda, es difícil distinguir qué era verdad y qué mentira, dice la señora Verástegui. “Todo era una esperanza”, añade.

El rostro de su hijo desaparecido acompaña siempre los viajes de José Salas como taxista. Fotografía: Francisco Rodríguez

Esa esperanza y necesidad de buscar, llevó a José a renunciar a su trabajo de 20 años en la Cocacola. Después el exgobernador Humberto Moreira le dio trabajo como barrendero en el municipio. Le pagaban mil 500 pesos a la semana.

Pero José y su esposa Carmen seguían reclamando y exigiendo. Hasta que un funcionario del Estado les dijo que les podría conseguir el trabajo que quisieran, pero a cambio tendrían que dejar de buscar a su hijo y ya no salir en medios.

Ambos se negaron.

“No es justo que mis hijos coman tortilla dura”, reclamó Carmen.

José y Carmen comenzaron a vender pan, mismo que Carmen llevaba a colonias o sectores donde sospechaba podría obtener información sobre su hijo. Vendieron gorditas de cocedor, gorditas de harina y gorditas infladas los fines de semana. Y por las noches recogían botellas para reciclar.

José trabajó como chofer de un camión, pero de tantos desvelos se quedó dormido un día y tuvo un accidente.

A cambio de ese caminar, las entrevistas con los funcionarios o ministerios públicos eran lo mismo: se los comió la tierra.

A la familia también la come las deudas. “Estamos hasta la madre con Coppel”, dice José.

Ahora maneja un taxi en el municipio de Matamoros y ha pedido al gobierno que le den una concesión para no pagar la renta de las placas. Pero todo ha quedado en promesas.

“Sólo nos dan atole con el dedo”, reclama.

En el retrovisor del taxi, José tiene colgada la foto de su hijo Armando.

PADRES BUSCADORES SE ENFERMAN MÁS

La psicóloga Patricia Galarza cuenta que ha notado y ha visto cómo los padres buscadores tienden a enfermarse más, muchas veces por los sentimientos no hablados.

“El cuerpo demanda lo que no hablamos”, explica.

Entre esas enfermedades que suelen aparecer, está la diabetes, que se detona por los sentimientos que guardan, que reprimen; por el dolor, el coraje, explica la psicóloga.

Jesús Daniel Flores García desapareció hace 13 años, desde entonces la familia quedó incompleta. Fotografía: Francisco Rodríguez

Hace cuatro años a Óscar lo diagnosticaron con diabetes y se le cargó más la adicción a fumar.

No tiene seguridad social. Óscar vendía flautas, burritos, hamburguesas, pero ya se retiró.

A José la diabetes y la presión lo han ido consumiendo. “Me la pasaba acostado, con depresión. Quería morirme. Ella me levantó, y mis hijas”, dice mientras señala a su esposa Carmen Ramírez.

A su esposa Carmen le amputaron una pierna hace más de un año, después de que se cayera en una fosa.

José siente que ya no puede trabajar.

“En cualquier momento se va uno”, asegura José. Dice, otra vez, que sólo cree en la muerte y el destino.

FALTA UN ABRAZO

José y su esposa Carmen Ramírez pusieron en venta su casa. Quieren venderla y pagar unas vacaciones en La Paz, donde Carmen tiene familia.

José sólo quiere vivir tranquilo su vejez. Y que se vaya de este mundo cuando se tenga que ir.

Desde hace tiempo, Óscar y su esposa Carmen decidieron que cada seis meses uno permanecería en México mientras el otro se iría a Estados Unidos, con la familia.

Antonio Verástegui desapareció en Parras. En el día del padre, su hija Erika no tuvo nada qué festejar. Fotografía: Cortesía

En un cuarto, Óscar ya alista la maleta para irse. A sus 68 años dice que siente fuerzas porque tiene dos hijos más.

Dice que, a 13 años de la desaparición de su hijo, trata de pasarla tranquilo. Pero pensando, eso sí, que le falta un abrazo.

“Siempre me abrazaba y me decía que me quería mucho. Nunca batallé con él”, recuerda.

Cuando era niño, a Óscar le gustaba acostarse con él. Ahora, cada noche, se duerme con una lona que lleva el rostro de su hijo. Todas las noches, invariablemente, le da un beso a la lona.

Publicado originalmente en: https://vanguardia.com.mx/coahuila/semanario/padres-buscadores-padres-buscados-AE8204893?utm_source=substack&utm_medium